Ronda de repesca
Bichos
Alan despertó desorientado en el suelo; le dolía mucho la cabeza. Los recuerdos empezaron a llegar: se hallaba en unas instalaciones secretas de investigación, en la Antártida, contratado por una multinacional para encargarse de la seguridad. Se incorporó trabajosamente y escudriñó la oscuridad a su alrededor. Estaba en el almacén de víveres.
Salió al comedor grupal y encontró los cadáveres de sus compañeros en el suelo, parte de ellos también estaba en las paredes o goteando del techo. Les habían disparado… No, se habían disparado unos a otros —recordó— después de que esas cosas salieran reptando por la rejilla de ventilación. Cientos de miriópodos, algunos con alas, que se introdujeron por todos los orificios de sus compañeros, haciendo que perdieran la cordura y gritaran de desesperación.
—Por eso me encerré… Esos científicos, ¡nos han usado de cobayas!
Tras rebuscar armas y munición, salió al pasillo con intención de evitar que el resto de sus compañeros corriera la misma suerte. Nada más poner un pie en el túnel que comunicaba los habitáculos para evitar el exterior en los días más fríos, uno de los científicos se abalanzó sobre él. Reaccionó por instinto, disparándole a la rodilla y luego a la cara cuando intentó levantarse. A su lado, un cadáver convulsionó y cientos de bichos surgieron por ojos, boca, orejas… incluso atravesando la piel. Alan se asustó y disparó, mientras caminaba de espaldas, hasta quedarse sin cartuchos.
—¡Maldición!
Apareció otro atacante, pero le tiró la escopeta a la cabeza y aprovechó el momento para reducir la distancia, desenfundar la pistola y descerrajarle dos tiros a quemarropa. Dejó caer el cuerpo y levantó la vista: se acercaba otro bisturí en mano. Intentó apuntar pero le temblaba el pulso y erró la mayor parte. Finalmente le acertó en el estómago, pero ni soltó el bisturí ni detuvo su avance. La pistola se negó a disparar más por mucho que apretara el gatillo y Alan tuvo que rematar la faena estrangulándolo.
Llegó a la sala de reuniones principal, donde encontró cadáveres de más científicos. Tras observar los cuerpos detenidamente, apreció que todos tenían heridas mortales pero ninguna era defensiva. Entonces un ruido le sorprendió a su espalda: una superviviente.
—Los has matado… —dijo temerosa una joven con bata blanca—. ¡No me hagas daño, por favor!
—¿Qué? ¡No! No te voy a hacer nada, sólo me defendía. Creo que todo es cosa de esos bichos… ¿Qué sabes tú? Creo que me desmayé…
—Lo único que sé es que no hay nadie más vivo y que hablas como un loco.
—No estoy loco.
—Pero tienes síntomas de deshidratación. Eso afecta a la mente y las alucinaciones…
—Sé lo que he visto. Esos bichos se te meten dentro y te vuelven violento. —Hizo una pausa para centrarse—. Lo importante ahora es ponerte a salvo.
Lentamente, como un ruido blanco imperceptible, el sonido de miles de pequeñas patas fue tomando forma. Cuando Alan se dio cuenta, una alfombra de incontables seres estaba entrando por la puerta.
—¡Están aquí! ¡Rápido, por la otra puerta!
Sin pensarlo, tiró del brazo de la joven para que corriera. No se relajó un poco hasta que estuvieron montados en un vehículo tractor de oruga, adentrándose en el páramo helado bajo el sol de medianoche.
—Tenemos que ir a la base más cercana… —dijo de repente, como si se hubiera quedado traspuesto al volante.
—No servirá para nada. Has perdido la noción del tiempo y además estás evitando comprobar que no arreglaron el GPS y la radio.
Entonces cayó en la cuenta. No había ninguna chica joven en la expedición. Y los demás no se habían disparado unos a otros…
—Todos se han suicidado —dijo ella—. La mayoría al no soportar la visión de horrores primarios. Algunos resultan un desafío, pero Ghoufwobrag, la diosa primigenia, es sabia. Sabe empujar a los humanos a la autodestrucción. Esos parásitos que encontraron bajo el hielo son una extensión de su ser. ¿No lo entiendes? Tú también te has suicidado.
El vehículo se detuvo para no volver a arrancar nunca más. Aislado en medio de la nada, rodeado de horizonte blanco, volvió la cabeza hacia ella, pero en un parpadeo ya no estaba ahí. Nunca lo había estado.