Condición: El relato debe profundizar, mostrar, reflexionar, ironizar o desarrollar, de algún modo, el concepto de Carpe Diem.
Nos referimos a «aprovecha el día, no confíes en el mañana», no a hacer el subnormal encima de un pupitre gritando «oh, patatín, mi patatán».
Condición secundaria: en algún momento del relato, uno de los personajes, principal, secundario o anecdótico, tiene que aparecer en escena (presente, pasada o futura) completamente desnudo.
Status Quo
El amanecer y el deseo de un cigarrillo liberaron a Ryan de las sábanas que esa noche lo habían cobijado, del abrazo que esa vez compartía con la joven Lucía. Un bostezo lento, un par de pasos silenciosos, tomar los calzoncillos y vestirse luego de fumar; eran sus pequeños placeres en las mañanas. Y así mientras abandonaba la habitación, el cuadro que él mismo había terminado la tarde anterior lo miraba desde la pared, casi como testigo de todo lo que habían hecho en la noche. Para todos los que miraran, para todos los que conocieran a la joven millonaria, era Lucía; pero para él la modelo era una pequeña excusa, él sabía que ese cuadro no era un reflejo real de la chica, y no era su intención que lo fuese. Ryan sabía que nadie más iba a poder ver en el cuadro lo que él veía, después de todo era su obra. Había pasado noches de inspiración en esa misma habitación, para poder responder las preguntas que nacían al pintar; nada del cuerpo y su forma, él ya conocía su cuerpo con la primera sesión y la primera noche, sino sobre ella misma y lo que podía dejar en la obra. Y cuando Ryan indagó pudo encontrar lo que buscaba, supo por lo tanto que podía pintarla y perdió entonces el interés.
Terminó de cerrar cuentas con Lucía sobre el mediodía, la joven ni se había molestado en vestirse, y caminaba desnuda por su pequeña mansión de Beverly Hills de un lado para otro. Antes de despedirse, Lucía insistió en ver una vez más el cuadro juntos. Ella habló, sonriente, elogiando el trabajo de Ryan. Él contemplaba el cuadro posiblemente por última vez, y sin escucharla a ella, observó a la otra Lucía. Sonriente en un diván, una mano sobre el seno izquierdo, mostrando el pezón derecho, falsa modestia, la otra mano tapando su intimidad mientras la forma de los dedos incitaba a su masturbación, lujuria. Vio su obra y vio lo que él veía en esa chica, vio a una joven narciso pretendiendo ser moderna, y libre de estereotipos, que posó desnuda para un desconocido en un diván. Vio sonreír a la Lucía del cuadro, y él sonrío a la par.
—¿Te pasarás el domingo? Vendrán varias amigas de mi club de lectura, y son, como, muy buenas chicas y van a morirse de envidia al ver el cuadro. ¡Se van a poner histéricas por conocerte!
—Es una lástima, mañana parto de viaje a Chicago. Mantenlas en vilo por mí, volveré a Los Ángeles en poco tiempo.
Observó a Ryan con algo de desdén mal disimulado, y él no le dio mayor importancia. Se despidió de Lucía mientras bajaba la escalinata de la mansión que no lograba destacar frente a sus vecinas. Ryan cerró su auto mientras miraba por última vez la fachada, y al encender el auto se descubrió sonriendo. Había disfrutado esos días con Lucía.
El avión para Chicago salía en unas horas, y menos de media maleta estaba hecha. Ryan fumaba tranquilo en el balcón de su departamento, contemplando la Gran Naranja ya como si fuese su hogar. Terminó el cigarrillo y caminó nuevamente a su habitación, que no reflejaba su oficio de pintor. A donde fuera que viajaba, alquilaba algún pequeño taller para dejar sus herramientas. Pero sin importar dónde fuese su habitación, no habría materiales, ni lienzos, ni pinturas; sólo habría un cuadro colgado en toda la habitación.
Mientras Ryan guardaba el traje y su corbata favorita en la maleta, algo lo hizo mirar nuevamente el cuadro que tantas noches observó. Cinco jóvenes, todos tenían como máximo, veinte años. Abrazándose como un equipo, brazos sobre los hombros de los compañeros, todos de frente, sonriendo. Ryan, fue lentamente pasando por sus rostros, uno por uno, con cierta nostalgia naciendo en su pecho. A la izquierda estaba Jet, con el cual seguía hablando por teléfono alguna vez al mes, siempre porque le llamaba él. Quizás, si el tiempo seguía siendo benevolente, en persona aún era el mismo cómico que en la adolescencia. Luego estaba Blake, el rompe corazones. Recordó al joven deportista, al que tantos domingos ayudaron a hacer todo lo que no hizo para la secundaria en la semana. Ryan sonrió mientras pasaba su mirada a Connor, el incomprendido genio que merecía un nobel, pero finalmente terminó dedicado a la docencia, y el motivo de volver a Chicago después de tantos años. Su mirada entonces se encontró con sus propios ojos. Era extraño aún ver devuelta su mirada en su propio cuadro. Sus amigos tenían todos los aspectos y detalles que él salvó y preservó en su memoria por años, pero sabía que su propia imagen era una pantalla. Ryan no supo a sus veinte años cómo debía realmente completarse en el cuadro y en ese momento tampoco lo supo, sólo vio el arte con el que engañaba al ojo descuidado, haciéndole creer que ese chico tenía el mismo empeño que los otros. Quizás algún día podría completar esa imagen, pero para eso tenía que atreverse a mirar al quinto chico. Cerró los ojos, maldiciendo por lo bajo volvió a su maleta, dispuesto a llamar en unos minutos a un taxi.
El vuelo llegó puntual, y su maleta fue de las primeras en salir. No era nada muy grande, pero Ryan sabía que quizás querría quedarse más tiempo en Chicago, así que guardó un poco más que lo esencial. Se dirigió tranquilo hacia el exterior, buscando algún taxi para ir a su hotel, cuando la sorpresa le dejó estático. Frente a él, con quince años más encima, una barba que lentamente empezaba a teñirse de blanco, pero igual de imponente que de joven, Blake lo esperaba sonriendo en la salida del aeropuerto.
—Y llegó el último vagabundo a la fiesta —, sonriendo y sin esperar respuesta Blake le abrazó. Atrapado por su viejo amigo, Ryan volvió a sentir la nostalgia que lo había invadido en su departamento, y le devolvió el abrazo sintiendo el afecto guardado que ambos habían cargado, luego de años sin verse —. Bienvenido a casa.
Ryan se acostó en la cama del hotel mientras miraba el techo. Blake aún era el mismo. Todo el viaje en camioneta hablaron como si no hubiese pasado una semana desde la última vez que se habían visto, y el único tema serio que tocaron fue el casamiento de Connor. Blake estaba emocionado de que Connor al fin se hubiese decidido a casarse con su novia, luego de cinco años de relación. Ryan recordaba cómo el deportista siempre adoraba hablar del casamiento, aunque se la pasara de chica en chica, y un Connor mucho más joven se burlaba de él. Ryan sonrió en su cama, mientras la puerta sonaba con dos golpes breves y una moza de limpieza entraba despacio en la habitación.
—Señor, ¿a qué hora desea el desayuno? —Ryan miró a la joven afroamericana, le recordó a una criada francesa que conoció en Niza durante un trabajo. Era bella, y en ese momento de fugaz alegría Ryan deseaba muchas cosas, pintarla no estaba entre ellas —¿Señor?
Sobre medianoche Ryan bajó a fumar, definitivamente el hotel ahora le gustaba más. Chicago seguía igual, a pesar de los años, aunque ya no le resultaba tan familiar. Consideró que, quizás, era él quien hubiese cambiado. Era lo más probable. Apagó el cigarrillo con el pie y se volvió, debía dormir bien para la boda, y no le iba a hacer mal tener compañía en la cama.
Desayunó rápido cuando otra mujer le trajo el desayuno, quizás la anterior por vergüenza no quería volver. Se vistió rápido y esperó a Blake en el lobby, mientras miraba a la gente pasar. Nada lo incitaba a querer pintar, aunque no era un problema ya que no había traído sus herramientas. Finalmente Blake llegó en su camioneta, sin mucha prisa. Ryan se acercó sólo para hallar que, junto a Blake, había una mujer rubia y delgada, alguien que también le traía nostalgia pero no una agradable.
—Tantos años Ryan —le dijo Evelyn, sin ningún ápice de alegría en el rostro. Era mutuo.
—Evelyn… —Ryan se subió al auto, y miró a Blake a través del retrovisor —, no sabía que habían vuelto —. Ella se dio el gusto de darse una pausa antes de contestar.
—Sí, hace diez años, cariño. Cuando Blake terminó la carrera. Veo que Jet no te mantuvo al tanto —. Ryan se contuvo de decir lo primero que pasó por su mente. Recordó la fiesta, Blake, el gran Blake, llorando como un niño junto a la piscina, Jet apresado por Connor para que se calmara y no iniciara una pelea, Evelyn abrazada al idiota de Jack, fingiendo estar ebria para justificar su traición a Blake. Y luego Tyler…
Ryan borró ese recuerdo a la fuerza. No quería pensar en eso. No quería pensar en él.
—Qué sorpresa —musitó Ryan, mirando por la ventana —. Veo que no usar redes sociales me dejó algo… apartado de todos.
—Quince años yéndote a la mierda por el mundo, pintando lo que cualquier rico dice, ayuda bastante cari.
Blake se mordió el labio. Nerviosamente balbuceó.
—Bueno Ryan, cuéntanos un poco de tus viajes.
Miró a su viejo amigo. El hombre con algunas canas repentinamente parecía más viejo. Chicago sí había cambiado.
Jet estaba efectivamente más gordo, calvo, y con una voz mucho más ronca de la que el teléfono dejaba percibir; pero tenía los mismos ojos vivaces que de joven. El abrazo con Ryan fue casi tan fuerte como el de Blake, pero fugaz y activo como era siempre Jet. Le presentó emocionado a sus dos pequeñas hijas, Emily y Giovanna. Hablaron media hora, Jet le contó el fruto de sus dos angelitos, historia que siempre había querido guardarse para cuando estuvieran cara a cara, y para sorpresa de Ryan la historia incluía menos extravagancias de las que esperaba, o de las que Jet estaba dispuesto a revelar frente a sus niñas. Pero el que definitivamente no había cambiado era Connor. Vestido con un smoking retro, formal de pies a cabeza, peinado como un galán, los anteojos eran casi una copia de los que usó toda la secundaria. Pero ahí estaba, el mismo Connor que habitaba en las memorias de Ryan, casi como si el tiempo para él no hubiese pasado. Ryan se acercó lentamente a su viejo amigo, y cuando éste lo vio, podría haber jurado que sus ojos se humedecieron. Ryan se sonrió, caminando hacia él
—Veo que sigues siendo el mismo sentimental de siempre.
—Estoy por casarme… acabo de tener una charla con mi padre, apareces después de quince años —Connor inspiró con fuerza —, me disculparás por parecer un estúpido.
Se abrazaron, definitivamente Connor podría haber llorado. Ryan tomó a su amigo entre brazos y se ancló a esa emoción.
La boda fue hermosa a juicio de Ryan. La novia de Connor, Cassandra, era bella y simpática. Ryan había visto muchas mujeres mejores sin duda, pero para no haber salido de Chicago, y con lo reservado que era el Connor que él recordaba, era una gran elección sin duda alguna. Estuvo junto a Jet y sus hijas, mientras que Blake y Evelyn ocupaban dos asientos en la fila siguiente; Ryan hizo todo lo posible para no mirarla. A la noche se celebró una gran fiesta, cortaron el pastel blanco, bailaron el vals, Jet pasó una hora contando chistes de salón, verdes, buenos y malos; con el mismo carisma que siempre. Ryan miró la fiesta y pensó que quizás se quedaría un tiempo más en Chicago, al igual que siempre, no tenía planes hechos.
Se juntaron en un momento los cuatro amigos, las niñas de Jet estaban jugando, Evelyn para suerte de Ryan no estaba presente, y Connor se separó de la fiesta un minuto. El ahora esposo tomó una copa.
—Ryan, no sé si te irás de nuevo o no dentro de poco— le miró, pero no esperó respuesta —. Quiero pedir un brindis, por nosotros. Por nuestra amistad… y por Tyler.
Ryan tragó saliva. Su cuadro volvió a su mente. El amigo que todos siempre tuvieron a su lado, que ocupaba el quinto lugar en esa imperecedera imagen, el mismo que siempre defendió a todos cuando había problemas. El que golpeó a Jack aquella noche y defenestró a Evelyn, defendiendo el honor de su amigo traicionado. El inocente que con solo diecinueve años se inscribió al ejército para participar en la guerra del golfo pérsico como médico auxiliar, y un año después su cuerpo volvió. El sonriente que en su ausencia, todos a su manera trataron de llenar: algunos rehaciendo su vida, otros huyendo de ella. Por el chico cuyo rostro Ryan pintó sólo una vez y no se atrevió a volver a mirar. Por él esa noche sonaron cuatro copas. Chicago había cambiado. Hacía ya quince años.
Ryan partió dos semanas más tarde.