Bueno, que voy:
RELATO 1 - PERDÓN POR EL RETRASO
24 de diciembre. La noche ha caído y fuera de la tienda una espesa niebla cubre el Coso Bajo de la ciudad. Se supone que deberíamos de haber cerrado hace media hora, pero es imposible luchar contra los que apuran hasta el último instante las compras navideñas. Me asomo por encima del mostrador y le echo un vistazo a la tienda. Estoy agotado.
—Ya no queda nadie… —Me asombro al ver que tengo razón—. ¿¡Cerramos!?
—Va, vámonos a nuestra casa, que nos lo hemos ganado —dice el jefe de sucursal.
Por poco no salto por encima del mostrador de la alegría. Me acerco a las puertas automáticas y lanzo un dedo como un cohete hacia el botoncito que las bloquea, pero para mi horror, al pulsarlo, me topo con una señora con un abrigo de visón. Está aporreando la puerta desde fuera. Un perro-patada muerto de frío asoma la cabeza de su bolso de marca.
—¿Estáis abiertos? —pregunta.
—Ehh… —«¿Es que la hora y la puerta cerrada no le han dado una pista?», pienso—. ¿En qué puedo ayudarla, señora? —pregunto en realidad.
—Ya verás, es que ha venido mi sobrino de Soria, y si no le regalo el juego que me ha pedido le da un patatús. ¿Estáis abiertos, verdad? Me dijeron que cerrábais a las once.
Me giro y veo el terror reflejado en los rostros de mis compañeros, que ríete tú de Frodo entrando en una joyería. Mi jefe asiente mientras una lágrima recorre su mejilla y suena el «Clack» de la puerta automática cuando la desbloqueo. La señora entra. Mis compañeros no pierden el tiempo y en un aparte comienzan a hacer una pila de billetes gargantuesca que por desgracia no repercutirá ni un céntimo en nuestros sueldos.
—Quieto, Baldomero, no les ladres a estos chicos, que son muy majos —dice la clienta—. Oye, ¿vosotros sois chinos?
—¿Perdón? —pregunto. Imagino que el cansancio me ha jugado una mala pasada.
—Que si sois chinos. Es que me han dicho que al lado de la pastelería hay unos chinos que venden discos, pero que no les compre, porque los ponen falsos, o algo así. Por eso te pregunto que si sois los de las consolas y las maquinitas esas, o los chinos.
—Ehh… —Alzo un dedo hacia un cartel gigante donde se lee muy claro y en letras rosas el rótulo de la cadena. Logo que se repite como en doscientos lugares diferentes de la tienda. Vuelvo tras el mostrador—. A ver, ¿qué juego era ese que quería su sobrino?
La señora saca un papel arrugado escrito con letra diminuta y me lo enseña. Al contemplar esos garabatos comprendo lo que debió sentir el primer explorador que se topó con un jeroglífico egipcio. Me sorprende que un ser humano haya sido capaz de escribir algo así.
—Perdone, pero no entiendo la letra.
La señora bufa, ofendida, y a la vez que se acerca el papel a las gafas e intenta descifrarlo, suena el teléfono de la tienda. Un compañero lo coge. Por lo que puedo escuchar de refilón, alguien muy cabreado nos reprocha que la consola Wii que acaba de comprar no funciona. Por lo visto la está intentado conectado a un Iphone por la entrada de los auriculares…
—Ya verás, el juego se llama… —El perro comienza a ladrar al teléfono como un poseso—. ¡Quieto, Baldomero! A ver, mi sobrino quiere el nuevo Carlos Dutti. ¿Lo tenéis, verdad?
Pienso. No tenemos ningún juego con nombre de diseñador de moda, pero enseguida caigo. «¡Ahh, me pregunta por el Call of Duty!». Hemos vendido el último hace como media hora —cuando se supone que debíamos de haber cerrado—, así que lo único que se me ocurre es pedirle uno a domicilio. Para eso la mujer tendría que ser socia de la cadena…
—Perdone, señora, ¿tiene tarjeta de socio? —le pregunto.
—No, pero me puedo hacer, ¿verdad? Seguro que no cuesta nada.
Un sudor frío recorre mi frente. Escucho los gemidos agónicos de mis compañeros. El sistema operativo de la cadena ha estado todo el día dando problemas y hacer un socio se ha convertido en un suplicio. Eso si hay suerte y el PC no explota en el proceso, claro.
—Ahh, espera, la chisma esta dices. Me la ha dado mi hermana. —La señora saca de su bolso estampado en leopardo una tarjeta de la cadena—. Oye, ¿y el juego dónde está?
—Lo siento señora. Se nos ha agotado.
—¡Ayy, no me digas eso! ¿Pero cómo no podéis tener discos en una tienda de discos? ¡Ayy, Baldomero, qué disgusto más grande! —Constriñe el bolso contra el pecho y el perrete hace coro a sus quejidos aullando—. Con la ilusión que le hacía al crío el Carlos Dutti…
De pronto pienso que eso de pedirle el juego a domicilio es una soberana tontería: lo quiere para ya, lógicamente. Estoy demasiado cansado, pero otra idea brilla en mi abotargada mente, una posible salida rápida a este embrollo. Miro el reloj: son las ocho menos cuarto. Voy a llegar a la cena de Nochebuena con una hora de retraso, como poco.
—Espere un momento, señora, que igual me queda uno. Tardaré solo un minuto.
—Ay, sí, hijo mío, busca, busca… ¡Que disgusto, que disgusto!
Abro un terminal de consulta de producto y tecleo código del juego. Al iniciar la búsqueda, el ordenador da un error catastrófico y se bloquea. La impresora comienza a temblar y a imprimir el historial del día en bucle hasta que el ordenador se reinicia. Suena el teléfono de la tienda y un compañero lo coge. Por lo visto alguien necesita con urgencia absoluta saber cuánto dinero le daríamos por un Fifa 11 usado. Recordemos que estamos en el 2019.
—¿Está o no, hijo mío? —pregunta la clienta.
—Deme un segundo, que se me ha escacharrado el ordenador…
Mi compañera se aparta y me deja el otro PC. Vuelvo a buscar el juego, y por fin, tras un fallo de búsqueda y que aparezcan dieciséis mensajes Pop-Up de nuestro coordinador avisando de que hay que exponer un pack con la nueva consola Nintendo —algo vital a las ocho de la noche, se ve— y de que nos lleguen como veintitrés correos electrónicos, por fin el terminal me informa de que hay un Call of Duty de segunda mano recién comprado.
Alzo los puños hacia la cámara de seguridad y doy las gracias al panteón olímpico.
—¡Qué suerte! Me queda uno de segunda mano a mitad de precio. Y aún lleva el precinto, fíjese. Ni siquiera nos ha dado tiempo a abrirlo. Está como nuevo.
—¿C-cómo que de segunda mano? —Se echa hacia atrás como una cobra suspicaz—. Y si no funciona, ¿qué le digo a mi sobrino? Ha venido de Soria, de propio. No, no, no…
—Por favor, lléveselo, que está perfecto —le suplico. No. Le ruego.
La mujer coge la caja con el pulgar y el índice como si fuera algo infecto y la agita para comprobar su peso. Me parece que hasta olisquea el juego con recelo.
—Vale, me lo llevo. Pero ponle un seguro por si se rompe. Mmm, no, mejor que sean ocho protecciones de esas, que es un manazas. Y el disco es para regalo, así que quítale todas las pegatinas. Oye, y si no te importa, pásale un paño limpio. Por los dedos, y eso…
Asiento a todo, obediente. En estos momentos le haría el pino si me lo pidiera. Comienzo a envolver el juego al ritmo del hilo musical de la cadena, que tan pronto suena música 16-bits, como te sorprende con Shakira desafinando o te cuela el Despacito. Terrible.
—… y también dos tickets regalo. ¿Lo envolvéis con un lazo y me dais una bolsa, verdad? Hay que ver qué tarde es, Baldomero, y cómo está la vida. Esta gente está trabajando en Nochebuena, que es un día para estar con la familia. Hay que ver cómo son estos chinos…
—¡Pero que no somos…! —Me interrumpo, paro de envolver el juego y levanto la cabeza; la mujer se ha asustado un poco, pero no de mi grito, sino de mis ojeras: sospecho que harían llorar de envidia a Marilyn Manson. Mis compañeros ya han terminado de ordenarlo todo y hacer caja. Llevan un rato esperando a mi lado. Hago acopio de paciencia—. ¿Que si es un día para estar en familia? Verá, señora, es que nosotros tres, a nuestra manera, también lo somos. Feliz nochebuena. —Le cobro y le entrego su Call of Duty.
La clienta no nos da las gracias y se marcha quejándose de nosequé al perro.
Son las ocho. En el Coso Bajo solo se escucha un silencio perezoso y los tacones de la mujer alejándose con su juego. Comienza a nevar. De camino a mi pueblo tengo como una hora y media, así que saco el móvil y aviso a mis padres de que voy a llegar bastante tarde a casa. «Todos los años la misma historia, maldita sea», pienso. Los tres cerramos la tienda, apagamos las luces y, justo antes de bajar la persiana, un cliente nos llama para preguntar si ya ha salido la PlayStation 6. De esto último nos enteramos unos días después, claro. Lo ignoramos y nos vamos cada uno en una dirección. En el Coso Bajo de la ciudad ahora solo se escucha un silencio perezoso, el eco del telefono y mis pasos cansados.
RELATO 2 - Orgullo imperial
Orgullo Imperial
Takeshi intentó prender el último cigarrillo con el último fósforo, pero el viento lo apagó antes de que pudiera ahuecar las manos. El soldado se ahorró un juramento pues pisaba suelo sagrado o, al menos, lo era para él. Al frente, se alineaban media docena de tumbas. Una tenía un rifle de cerrojo arisaka clavado a modo de lápida. Él jamás quemaba los cuerpos, pues el humo podría delatar su posición.
Tras murmurar una oración, enterró el rifle con su dueño y se marchó del cementerio sabedor de que jamás descansaría junto a sus compañeros. También se prometió que aquella isla seguiría siendo japonesa mientras la pisara un soldado del Imperio.
Nada más llegar al campamento comprobó los cepos, las jaulas del río y buscó huellas. Ni rastro de los yankees. Tras comer marchó a montar guardia. Aquella costumbre se había convertido en paranoia el día que encontró a un compañero estrangulado mientras dormía abrazado a su rifle. Hacía tiempo que el único rincón de la jungla a salvo de los americanos se había reducido a un agujero apuntalado con cañas de bambú, su madriguera.
De pronto, Takeshi se vio perdido. ¿Dónde estaba? Últimamente se notaba algo olvidadizo. Tras ubicarse, montó guardia hasta que el cansancio volvió pesados sus párpados. Antes del anochecer volvió a su madriguera, desenterró la portezuela de caña y se tumbó en un lecho de hierba seca. Abrazado a su rifle, se quedó dormido y como todas las noches soñó con las bombas cayendo y partiendo en dos su fragata. ¿Cuánto hacía del naufragio? ¿Tres meses?
Aún escuchaba en sueños las explosiones y el chirrido atroz del metal resquebrajándose.
A la mañana siguiente Takeshi se despertó y se le cayó el mundo encima. Los americanos habían estado allí. Podía notarlo en las ramas quebradas y en los torpes intentos por borrar su rastro. Eran tres, y el más bajito cojeaba del pie izquierdo. Esos perros jamás habían estado tan cerca. Debía cavar otro hoyo de inmediato, internarse más en la jungla, huir…
Takeshi se rascó la cabeza. ¿En qué estaba pensando? ¡Un soldado imperial jamás huía! ¿Y cuándo había perdido su gorra? Miró a su alrededor y vio claro lo que debía hacer. Ya bastaba de seguir escondido en la jungla como un animal. Se acabó. Agarró su fiel arisaka, desenterró la última caja de cartuchos y marchó a la playa con un propósito en mente.
No fue difícil dar con la patrulla. Los americanos eran torpes, ruidosos y maliciosos. —Takeshi se sentía especialmente insultado por la ocasión en la que éstos habían bombardeado la isla con panfletos abarrotados de mentiras—. Desde una posición cómoda, tumbado sobre una roca y con la cara pintada de barro, estudió la patrulla. Eran tres, pero su campamento daba vergüenza ajena. Ni siquiera habían colocado minas saltarinas o alambre de espino en el perímetro. De hecho, Takeshi tuvo que parpadear varias veces para cerciorarse de que los yankees de verdad habían dejado sus rifles al linde de la jungla, cubiertos con una fina lona beige, completamente descuidados. Uno de ellos hasta se daba el lujo de echar una cabezada mientras los otros dos jugaban a las cartas. Takeshi sintió su orgullo herido al ser consciente del tiempo que había perdido huyendo de esos gaijin que ni siquiera se molestaban en montar un campamento en condiciones. Así pues, apoyó el rifle en una hendidura y apuntó a la cabeza. Ajustó la mirilla, acarició el gatillo y disparó.
El rifle emitió un chasquido poco belicoso.
—¡Chikushô! —maldijo. El arisaka no tenía fama de ser muy fiable, pero justo tenía que fallar en ese momento. Takeshi ya estaba pensando en retirarse cuando se acordó de los rifles americanos. Sabía que no tendría otra oportunidad, así que empezó a reptar hacia las armas.
Cinco minutos después estaba tumbado de espaldas contra la arena, encañonado.
—¡No lo soltéis! —El adormilado le apuntaba con el rifle. Los otros dos lo prendían.
—Cómo se revuelve, parece mentira…
—¡Matadme ahora! ¡No os diré nada! ¡Larga vida al emperador! —exclamó Takeshi.
—¿¡Se quiere estar quieto, señor!? ¿Hay más en la isla? ¿Cuántos son?
—¡Los matasteis a todos, perros yankees! ¡Echasteis veneno en las aguas y nos ahogásteis mientras dormíamos! ¡No tenéis honor, ni lo habéis conocido! ¡Solo me rendiré ante un oficial superior del Ejército Imperial!
—Ya entiendo… —El oficial yankee sacó de la riñonera un bulto de tela raído—. Usted es el sargento Takeshi, ¿verdad? ¿Reconoce este objeto?
—¡Mi gorra! ¡Será lo único que conseguirás de mí, perro americano!
—Nadie le ha robado nada, sargento. Mírela bien. ¿Qué ve?
Takeshi inclinó la cabeza. Notó en la prenda algo raro, pero aún no entendía el qué.
—La encontramos tirada junto a los lazos, soldado. Eso nos puso bajo su pista. De esto hará una semana. ¿Aún no lo ve? Su gorra está vieja. Lo mismo que su rifle arisaka.
—Y menos mal… —murmuró el que no tendría cabeza de no haber sido así.
—Pe-pero las órdenes, la isla, mi deber… —A estas alturas Takeshi no luchaba y los dos hombres que lo prendían lo hacían por puro gesto. El soldado japonés comenzó a plantearse el hecho de que aun sin tener ni idea de inglés, lo estaba entendiendo todo.
—Llevamos mucho tiempo buscándole. —El oficial americano se inclinó hacia él—. A usted, y a los hombres de su pelotón, sargento. Suerte que nos ha ido dejando un rastro. Despistes, supongo. O puede que lo hiciera de forma involuntaria. Nada de lo que deba avergonzarse, en cualquier caso. Su labor ha terminado, soldado. De hecho, lo hizo hace mucho tiempo.
Uno de los americanos soltó la mano de Takeshi. Él se revolvió y lo agarró del cuello de la chaqueta. El tirón fue un amago flojo, porque aquella mano, antaño fuerte y diestra, ahora estaba arrugada y ajada. Abrió los ojos y por primera vez fue consciente —quiso serlo, más bien— de que esa patrulla de yankee no tenía nada, y de que él no era más que un viejo consumido tras tres décadas malviviendo en la jungla. Su labor había acabado hace treinta años, el día que Japón claudicó y él se convirtió en un zan-ryü Nippon hei, uno de los soldados imperiales olvidados, un «dejado atrás».
RELATO 3 - Al otro lado de un río de asfalto
Al otro lado de un río de asfalto
La chica caminaba al borde de la carretera cuando el hombre del cadillac apareció en el horizonte. Ella dió por hecho que no era más que otra alucinación fruto del sol inclemente que insistía en apisonarla como un martillo. Aquel yermo muerto no ofrecía nada salvo un calor asfixiante y una carretera sin fin que dividía el desierto en dos como una cicatriz negra. La chica se limpió los ojos escocidos por el sudor y ahí estaba él, a su vera.
Apoyado en la ventanilla del cadillac del 59, el desconocido exhibía un diente de oro engarzado en una sonrisa inquietante. La muchacha se vio reflejada en sus Ray-Ban.
—Hola, ¿te has perdido? Supongo que es una pregunta de mierda, porque solo hay un lugar al que ir. —Señaló hacia atrás con el pulgar—. ¿Quieres que dé media vuelta y te lleve? Tengo sitio de sobra. —Palmeó la carrocería.
—No, gracias. Voy bien sola.
El desconocido metió marcha atrás y aflojó el ritmo hasta igualar su paso.
—¿Estás segura? Sea a dónde sea que creas que vas, te va a costar como cien años llegar. ¿Con cuántos viajeros te has cruzado de momento, eh?
—Ninguno. —La chica se detuvo, lo mismo que el cadillac. Le costaba rehuir aquella mirada tras las gafas de sol—. ¿Qué hace aquí? ¿De dónde viene?
—¿Acaso importa? —El conductor sonrió, mostrando de nuevo aquel diente de oro que brillaba como un diamante en una mano mugrienta.
—¿No tendrá un poco de agua por ahí?
—¿Agua? ¡Me sobra! —rio el extraño. Tras rebuscar bajo el asiento le lanzó un botellín.
El agua estaba fresca, aunque sabía a rayos.
—Gracias. —Al limpiarse, notó los labios agrietados. ¿Cuánto tiempo llevaba en aquél maldito desierto? Señaló al coche con un ademán—. ¿Puedo subir?
—Depende. Cobro peaje —dijo el conductor, y por tercera vez, aquella sonrisa que parecía llegarle hasta las orejas. La chica dio un paso atrás y el extraño levantó las manos del volante—. ¡Tranquila, muchacha! Hablo de pasta, no te equivoques. No soy de esos.
La chica hurgó en los bolsillos. Nada. Rebuscó un poco en la mochila y al final encontró una cartera raída que juraría haber guardado en un cajón hace años. Dentro había algo de dinero y una foto desgastada de ella de niña comiendo un helado con sus padres. Era un recuerdo agridulce, pues al poco de tomarse la fotografía, ambos fallecieron en un accidente.
—Solo tengo esto —dijo la chica con reservas. Le mostró un puñado de billetes arrugados y sudados. También había un par de monedas de cuarto de dólar.
—Llevas de sobra. —La puerta del cadillac se abrió con un clack—. Sube.
El coche rugió, dio media vuelta y enfiló aquella maldita carretera inacabable dejando tras de sí una estela de polvo. La muchacha se soltó el pelo. El viento en la cara, aunque árido, la reconfortó. Hasta ese momento no había sido consciente de lo muchísimo que le dolían las piernas. Se quitó las zapatillas. Tenía los pies llenos de ampollas. Aquella autopista parecía tierra envenenada escupida por el horizonte. ¿Es que acaso no tenía fin?.
—Tranquila, no te queda mucho de viaje —dijo el conductor.
La chica frunció el ceño y miró al extraño de reojo. No parecía muy viejo —quizá treinta y tantos—, pero su melena ceniza sugería lo contrario. En su rostro se dibujaba una sonrisa perenne e inquietante, pero su mirada seguía oculta tras las gafas de sol. La chica sintió un escalofrío por la espalda, pero también algo de alivio. Al fin y al cabo, estaba sentada en un asiento de cuero y tenía a mano agua de sobra. Tampoco estaba tan mal.
—¿Cuándo llegaremos? —preguntó al rato.
—Al anochecer, por supuesto.
Durante el trayecto la pareja apenas intercambió palabra. Atravesaron aquella negrura de asfalto en silencio. En ocasiones el conductor silbaba alguna canción y la muchacha bebía un poco de agua. Pasaron horas, quizá algo más, y así siguió hasta que un punto al frente rompió la monotonía del desierto.
—Al borde de la carretera. —La muchacha achicó los ojos—. Es otro autoestopista.
—Lo sé. —El conductor no aminoró la marcha.
—¿Es que no piensas parar a recogerlo?
—Mira, muchacha, la última vez que llevé a dos a la vez la cosa no acabó bien. Los muy cabrones prometieron pagarme con uno de estos. —Señaló su diente de oro—. Me aseguraron que venían de parte de una conocida mía que echa las cartas. Cabrones. Luego resultó que no tenían ni un pavo y acabaron dándome una paliza. Los llevé hasta el final de la carretera, claro, pero aquello me costó un año en la trena. ¡De locos!
—No sé qué tendrá que ver una cosa con la otra, pero no podemos dejar a ese pobre ahí tirado. Mira, nos ha visto. Nos hace señas. Para, por favor.
—Joder. Está bien, está bien…
El cadillac comenzó a aminorar la marcha. El autoestopista se volvió hacia ellos agitando los brazos y pidiendo ayuda a gritos. Parecía ser un viejo harapiento, un mendigo.
—Vaya, vaya, vaya, ¿pero quién tenemos aquí…? —murmuró el conductor con retintín.
—¿Qué?
—Nada. Hazme el favor de abrir la guantera, chata. Pásame la caja… No, esa no, la otra. La de madera. Gracias. —El conductor agarró el estuche y lo apoyó entre las piernas.
Cuando el cadillac llegó a la altura del autoestopista, este se hizo a un lado como un animal asustado, pero al momento se abalanzó sobre la puerta del copiloto. La chica paladeó el almizcle apestoso que rodeaba al harapiento, mezcla de orines y sudor enquistado.
—¡Piedad! ¡Llevadme! ¡No soporto más este calvario! Las moscas anidan en mi boca y los ojos se me secan al sol. —El hombre no exageraba. Tenía la piel apergaminada, el pelo socarrado y sus labios eran barro cuarteado—. ¡Piedad! Llevo en este yermo desde…
—Cálmate y habla más despacio —le cortó el conductor—. No me importa de dónde carajo vengas, o cuánto tiempo lleves a pinrel. La pregunta es si tienes con qué pagar, o no.
—N-no tengo dinero que ofrecer, tan solo mis manos llenas de llagas y mis pies cubiertos de ampollas. —El viejo miró a ambos con profunda incomprensión, casi locura—. Piedad…
—Aún es pronto, entonces. —Arrancó el motor—. Ya nos veremos.
La muchacha agarró al conductor por el hombro.
—Por dios, ¡déjele subir!
—No. Aún es pronto —declaró tajante, soltando la mano de la chica de un tirón.
—¡Piedad…!
—¿¡Pero pronto para qué!? —preguntó ella—. Si es por dinero, a mí aún me queda algo.
—Guarda esos billetes, muchacha. Cada uno se paga su viaje. Mi cadillac, mis normas.
—Pues si no es por las buenas… —La voz del mendigo ya no sonaba a súplica—. Será por las malas.
Tal cual la chica se volvió hacia el mendigo, sendos orificios de recortada la encañonaron. Olió el metal de la escopeta acariciándole la nariz. Cerró los ojos y empezó a chillar. De pronto le agarraron del pelo con nula galantería y la estamparon contra el salpicadero. Un estallido de pólvora le inundó la garganta. La explosión enmudeció el mundo, dejando paso a un pitido agudo. Al levantar la cabeza, la chica se vio reflejada en el retrovisor del coche. Tenía la cara empapada de sangre y algo sanguinolento le colgaba de la oreja. A su derecha, tirado en la arena como un muñeco roto, yacía el mendigo sobre un charco rojo. Tenía un agujero en la cabeza al que era mejor no mirar directamente. La chica reprimió una arcada, aunque tampoco tendría qué vomitar.
—Ya me conozco a éstos. —El conductor guardó el revólver humeante en la cajita de madera—. Me engañaron una vez, dos incluso, pero ya soy perro viejo. ¿Estás bien, muchacha? Toma, límpiate la cara con este pañuelo. Y tranquila. Ya casi hemos llegado.
A la chica le costó sobreponerse del tándem de ser encañonada y que le volaran la cabeza a un desconocido a un palmo de la cara, pero cuando lo consiguió, se quedó dormida como un tronco. Entre sueños, las palabras del conductor la guiaron hasta el sopor. «Duerme, chiquilla, duerme…». Mecida por el rítmico ronroneo del motor, entreabría un ojo y veía aquel río de asfalto extendiéndose frente a ella, sin fin. En una ocasión creyó distinguir a su izquierda una manada de coyotes persiguiendo vete tú a saber qué; durante otra ensoñación juró ver de nuevo a ese viejo harapiento haciendo señas desde el borde de la autopista. Al tiempo, una mano se aferró a su hombro y la sacudió, pero sin violencia. La chica despertó y se topó con su reflejo en aquellos anteojos. El conductor, cómo no, sonreía.
—El viaje ha terminado. —Señaló un área de servicio desde donde comenzaba una calzada que se adentraba en el desierto. Había luz en el interior, pero no se veía a nadie por los alrededores, a excepción de un mastín negro que dormía en el porche—. No te dejes llevar por las impresiones. En un rato habrás llegado a… Bueno, a donde creas que debes ir.
—Gracias por el viaje —dijo la chica, aliviada. Aún ignoraba el motivo—. El loco de la escopeta. ¿Cómo supiste que iba armado?
—Conozco a los de su calaña. Siempre hacen lo mismo, los muy imbéciles. Intenté que te ahorraras el mal trago, pero como insististe en parar…
—Lo siento. He soñado con él, ¿sabes? Una pesadilla, supongo.
—Sí, claro, una pesadilla —rio—. Estamos en paz, muchacha, ya pagaste tu viaje. —Sacó los dos cuartos de dólar de un bolsillo—. Va, márchate, y no alarguemos más la despedida.
La chica abrió la puerta e hizo ademán de bajarse, pero se quedó a mitad de gesto. El conductor, repantigado y con el brazo apoyado en la ventanilla bajada, miraba al cielo estrellado. ¿Cuándo se había hecho de noche?
—No llegué a decirte mi nombre.
—Se me olvidaría, muchacha. Es lo que tiene la edad. —Sonrió, esta vez sin sorna.
—Al menos dime el tuyo.
—¿Mi nombre? Hace mucho que no lo pronuncio, pero como quieras. —Carraspeó—. Me llamaban Carón, Caronte o simplemente El Barquero, aunque hace tiempo que cambié mi barca por esta preciosidad… —Palmeó la carrocería por última vez, pero esta vez no solo esbozó su mejor sonrisa inquietante, sino que se bajó las gafas un par de centímetros.
En lugar donde debería haber dos ojos, la chica encontró sendos pozos negros. No sintió ningún miedo, sino que sonrió con la certeza de que por fin iba a volver a ver a sus padres.