Condición
“El protagonista padece insomnio y por ello se ha buscado un hobby que ocupe las largas noches en vela. El relato deberá representar el hobby y contar cómo es una de esas noches”
“El protagonista padece insomnio y por ello se ha buscado un hobby que ocupe las largas noches en vela. El relato deberá representar el hobby y contar cómo es una de esas noches”
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El Piso
Aquello había costado trabajo y dinero, pero empezaba a dar sus frutos. Después de dos semanas de obras, polvo y pladur, Juan había logrado reformar el esqueleto interno de su piso tal y como se le antojaba necesario. Luego vino una semana de pintura en blanco hueso y azul mate, seguida de otra de llenado de electrodomésticos de segunda mano cuidadosamente seleccionados. Hecho eso, Juan invirtió semanas en el estudio sistemático de aquellos catálogos de muebles que habitualmente se estratificaban caóticamente en el pavimento de la entrada del inmueble. La consecuente y metódica ejecución de dicho estudio permitió la compra de las decenas de elementos constituyentes de la decoración del piso: sofás suecos, estanterías flotantes, alfombras pastel, mesas plegables, mesitas de cristal, sillas de nombres impronunciables y plantas verdes del Brasil.
La casa de Juan estaba, al fin, casi perfecta. Le faltaban aún esos detalles imperceptibles que sólo una mente aguda podía percibir. Los libros y su disposición en las estanterías no era la correcta, la forma de las plantas tropicales no era exacta, el olor de la casa aún no era el adecuado y, qué demonios, hasta la distribución y agrupación de las motas de polvo no eran las que uno quisiera. Pero esos detalles y otros, aunque molestos para Juan, podían corregirse con esa metodología precisa y necesaria que él tan bien conocía.
Así pues, como cada tarde al abandonar los altos muros grises del complejo de oficinas, Juan tomaba el bus de las siete y cinco, se bajaba en la parada de siempre a diez manzanas de su casa y, tras comprar la misma merienda de siempre, con su chocolate de siempre y su lata de naranjada de siempre, se encaminaba hasta su única fuente de evasión. Era, esa, la tranquila azotea del inmueble de enfrente del bloque de pisos donde vivía. Desde allí, Juan podía contemplar en el séptimo piso derecha, su reformado y adaptado piso. Con esa perspectiva podía ver su nuevo salón, con los sofás suecos y las estanterías flotantes; pero también su renovada cocina con mesita de cristal o su dormitorio principal con alfombras pastel y pared en azul mate. Desde esa azotea Juan disfrutaba observando su cada vez más perfecto hogar, ese pequeño constructo suyo que tanto trabajo, dinero y pasión le estaba costando.
Y luego, desde esa misma azotea, Juan deslizaba la mirada hacia el sexto derecha, la viviendo justo debajo de la suya. Y allí, y para mayor complacencia, Juan observaba el piso de ella, de María, con sus sofás suecos y estanterías flotantes, y su cocina con mesita de cristal, y su dormitorio azul mate. Y aunque Juan no pudiera desde allí observar esos detalles que tarde o temprano corregiría, como esas motas de polvo o los libros exactos que debían poblar los estantes de María, se enorgullecía él de poder vivir casi con ella, de poder compartir con ella casi la misma casa y de poder disfrutar de unas horas de observación desde aquí, desde la comodidad y distancia de la azotea de enfrente.
Condición: relato basado en una temática “voyeur”.
Gatos en la bañera
A las dos semanas de la misteriosa desaparición de su gato, Arnau Despuig había de sorprenderse al descubrir una criaturita felina de idéntico aspecto, pero de trémula imagen y desenfocada apariencia, en el plato de la ducha. Arnau era uno de esos individuos que, encerrado por el hormigón de su vida solitaria, fruto de los vacíos vínculos sociales modernos, había levantado frágiles escaleras de bambú hacia el desaburrimiento en compañía de su gato llamado, poco originalmente, Gato. Que Gato ocupara buena parte de la esfera vital de Arnau no se debía tanto a sus cualidades innegables como experimentador de posturas para el sueño ni a su fantástica habilidad para pisar teclas del teclado de la computadora y, como algunas veces había sucedido, llegar a formar frases con cierta coherencia. No, lo que convertía la relación con Gato en un esencial vínculo mutualista era sin duda la capacidad del felino por, a ojos de Arnau, absorber todo tipo de características humanas y elevarlas a la categoría de fraternales. En la mirada y sonrisa de Gato, Arnau intuía un buenos días, Arnau, qué tal ha ido la jornada, has visto qué tiempo se ha puesto y yo aquí con estos pelos.
La inesperada desaparición de Gato sumió a Arnau en el más oscuro agujero de su soledad y, sin duda por eso, la repentina y extraña aparición aquel día en su plato de la ducha de una réplica exacta de Gato pasada por el filtro de lo borroso y tembloroso había de despertar en Arnau un combinado sentimiento de alegría y temor. La peculiar versión de Gato actuaba como si realmente fuera el que siempre había sido, pero con nuevas extrañas costumbres. Que Gato redujera su hábitat al plato de la ducha, que no comiera, que le diera por desenfocarse o, todavía peor, por convertir su habitual suave textura de gato a simple electrostática, hizo sospechar a Arnau de que ante sí tenía la proyección obituaria en el plano vital de su felino. Pese a todo ello, Arnau siguió depositando un platito de leche y un platito de comida para gato junto a la pastilla de jabón, por si al fantasma le entraba hambre. Al fin y al cabo, ese fantasma de Gato era Gato, y a un amigo no se le abandona ni se le desprecia por ser fantasma, ectoplasma o tener un día borroso.
Pocos días después de la aparición, otro extraño suceso había de sorprender a Arnau. Una nueva réplica espectral apareció y se instaló en la cuerda de tender la ropa. El funambulista felino de nebulosa representación adoptó similares costumbres a las de Gato Del Plato De La Ducha y, dadas las circunstancias, Arnau dispuso también de un platito de leche y comida para gato cerca del cajón de las pinzas. Que puestos a tener fantasmas, mejor dos que uno, pensó. En cuestión de días, la sorpresa de Arnau fue derivando a alegre aceptación a medida que la aparición de más formas difusas felinas, proyectadas del más allá al más aquí, aparecían en diferentes lugares del apartamento. Que si un Gato en la despensa, que si un Gato encima del televisor, que si un Gato centrifugándose constantemente en el tambor de la lavadora. Poco a poco, el apartamento fue llenándose de Gatos borrosos de imagen tremulosa, así como de platitos de leche y comida para gatos que Arnau disponía alegremente en vísperas de una hipotética entrada en hambre de sus felinos fantasmalmente clónicos. Con la aparición del sexto Gato, el que constantemente resbalaba agarrado de las uñas por la pared de la salita al grito de miau, Arnau, aunque feliz por tanta felina compañía, empezó a plantearse el porqué de tanto Gato venido del limbo. Si bien Arnau nunca fue un especialista en asuntos parapsicológicos, algo le inducía a pensar que debía haber una relación lineal entre el número de muertos y su aparición en fantasmas. A no ser que Gato le hubiera dado por morirse repetidas veces. Dado el carácter caprichoso de Gato, Arnau concluyó que efectivamente, al gato le había dado por morirse unas cuantas veces. Esa deducción implicaba la opción de que Gato Original, por así llamarlo, todavía pudiese estar vivo en alguna de las vidas que le quedaban.
Cuando Arnau llamó a su madre para preguntarle cuántas vidas podía tener un gato, ésta concluyó: “siete, hijo, siete. ¿Cuántas más van a tener?”. Mierda, pensó Arnau. Si a Gato le daba por morirse otra vez más, perdería para siempre la posibilidad de tener a su gato vivo. Necesitaba pensar. Sentado al lado del televisor y acariciando la electrostática textura del espectro de una de las vidas de Gato, Arnau obtuvo la respuesta a su problema: podía trazar un mapa a través de las peculiaridades de sus Gatos muertos fantasmas. Ducha, hilos de tender la ropa, despensa, televisor, centrífuga y caída constante por la pared. O dicho de otra forma: Gato se había matado saltando y ahogándose en la piscina de la vecina miope, ahorcado con el tendedor, muerto de hambre encerrado en una despensa, electrocutado, quizá, por un televisor, confundido con un pulóver y, finalmente, arrojado por algún balcón. “Todo apunta a que Gato está en casa de la vecina miope”, pensó.
Muchos años más tarde, tumbado en la cama de un excesivamente blanco hospital y abriendo las puertas al camino de su defunción, Arnau había de recordar los fantásticos hechos que le catapultaron de su soledad a la inmensa compañía de su gran amigo Gato, sus seis alegres fantasmas y su amada vecina miope.
“Gatos en la bañera” es el relato que presenté para una de las ediciones del Concurso Bimestral de Relatos del foro de literatura de la web Meristation. En aquella edición del concurso, la temática o condición argumental debía ser la siguiente: “el relato debe contener fantasmas”. Como no sabía muy bien qué escribir sobre ese tema, decidí hacer un poco lo que había venido haciendo un poco toda mi vida: fingir. Fingir, en este caso, que escribía sobre fantasmas, cuando en realidad, lo que hacía era escribir sobre, primero, gatos, y segundo, sobre la superación de la cotidianidad y monotonía a partir de ciertos toques fantásticos. Porque los gatos me gustan. Y porque superar la cotidianidad y la monotonía es una de mis luchas habituales, aunque en mi día a día no disponga de el elemento fantástico y deba, como he dicho antes, fingir que sí está.
Arnau, el personaje humano principal, es algo así como mi proyección. Un tipo que huye de lo gris, de lo urbano, del homigón, sin saber cómo hacerlo muy bien. Un tipo que, en lugar de tomar grandes decisiones que lo alejen de sus miserias, se enfrenta a ellas redibujando su realidad a base de pequeñas pinceladas de algo así como poesía. Arnau, pues, sobrevive a lo terrible con un gato y una imaginación. Vaya, a quién se parecerá. Y como para sobrevivir hay que tirar de gato e imaginación, en el texto, Arnau acaba, pese a todo, con gato y final feliz. ¿Naíf? Sí, por supuesto; pero necesario.
El estilo del texto, de hecho, busca imitar eso mismo: hablar de lo cotidiano, pero usando formas estilísticas intentando ser creativas, ya sea usando palabras inexistentes o forzando la prosa para decorarla de fantasía, como haría Arnau o el autor con su cotidianidad. Si está conseguido o no es algo que no lo sé. Pero yo fingiré que sí.
Marcel Font C.
Mauricio entre cazadores.
¡Viejo loco barbudo! ¡Maldito hijo del cemento, urbanita infatigable y teórico de la cerveza! Tú, que como una arrugada cima te ocultabas entre la niebla de tus gauloises; borracho de las nueve post meridiem; recitante de pies en mesa, grito alto a la parroquia y “digo, exclamo, proclamo”! Tú, Mauricio, te has ido.
Y así, dejas vacía la siempre llena tasca del casco gótico de la ciudad: último reducto de Thelonious Monks, Gillespies, Silvers y Burroughs. Sí, ese sótano donde días antes todavía afirmabas que el anarquismo es el pasado, que ya ha existido -¡ha vivido!- para desaparecer en la historia, último reducto de lo ideal. Y nuestros amigos parroquianos, esos sindicalistas desfasados, poetas de la política, que afirman aquello de “para la realidad, pero sin ella” te criticaban, asegurando que el futuro era el fin del trayecto.
Tú, Mauricio, que nunca pisaste la hierba ni sentiste el techo de mil hojas de encina, que nunca abandonaste las colmenas de cuatro líneas, que tu vida fuera de las tasca eran letras, palabras, parágrafos y panfletos de la A en la O… Tú, te has ido.
Sabías lo que decías aunque fueras un loco peligroso. Escribiste una vez que la realidad es vivida indirectamente por el lenguaje, traductor imperfecto de lo percibido. Que para vivir hay que huir de lo simbólico y que, por ese motivo, la libertad auténtica se encontraba antes -en el tiempo- de la palabra. Contradicción viviente, también escribiste que nuestros cerebros son máquinas peligrosamente poderosas de engranajes lingüísticos. Incluso escribiste: “si el cerebro lo hace todo con la lengua, con la lengua lo haré todo. Si el tiempo es mi memoria, mi palabra será el tiempo”.
Recuerdo cierta borrachera en la que nuestros cuerpos se pegaban en la madera desgastada de las mesas de nuestra tasca y en la que me confesabas entre sorbos tu intención de viajar al momento en que todavía no existía un diccionario para explicarlo todo. Yo me reía pues tu culo no conocía las fronteras de la urbe y sin tus libros eras más inútil que aquellos a los que criticabas. El pasado, aunque ideal en tus sueños, debía ser fatal para tus costumbres.
Y llegó el día en que te fuiste.
Subiste encima de la mesa como acostumbrabas, tumbaste diez botellas de cerveza con tu torpeza de ratón de librerías, reclamaste el silencio entre la turba pretendida contracultural, y proclamaste: “El tiempo es la memoria, la memoria es el lenguaje y yo, gran aborrecedor de la palabra que tanto amo, hablaré-con-palabras para hacer de la memoria un camino en el tiempo. Es hora de viajar a mi anarquismo antropológico, dejar este mundo que me lo ha dado todo para odiarlo, pese al alcohol, el cool jazz y esos jodidos beatniks que seguimos recitando. Formaré-palabras-para-cambiar-la-memoria, introspección pura y explosiva, y en esa Memoria, desapareceré en el tiempo. Es tiempo de dejar el futuro, el presente incluso, y volver a la realidad, lejana ya, del vrais anarquismo. Adiós camaradas, dejaré Altamira como un símbolo de mi viaje.” Y entre risotadas etílicas de nuestros feligreses, te esfumaste como la inversa de una llama de mechero que se enciende. Moriste en el pasado lejano y en esa mesa sólo quedó la silueta todavía definida de nuestras retinas.
¡Jodido loco! ¡Cumpliste tu palabra -o memoria, o tiempo-! Días más tarde conseguí entender tu locura, tu juego de prestidigitación. Te habías ido de verdad y yo ahora escribía a un gran amigo muerto hace siglos, en su pasado ideal. Desearía saber cómo lograste todo eso, cómo hiciste de tus palabras un viaje en el tiempo y poder así, quizá, visitarte en tu nuevo hogar de piedra. Supongo que lo que me falta es tu locura, tu poder, tu lenguaje y tus deseos de acabar con todos ellos. Supongo que, al fin y al cabo, yo sí soy el urbanita.
Mauricio, te has ido, pero has dejado palabras-que-forman-recuerdos y una hiperrealidad inolvidable, pese a serlo. También has dejado el recuerdo que prometiste en tu último discurso de borracho: entre bisontes ocres, ciervos castaños y caballos salvajes, en esa apartada cueva del norte de la península, aparece un círculo, una A y dos cojones bien puestos.
Condición: relato con viajes en el tiempo.
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Rickard y Daimiel
La víctima era una mujer de unos treinta años y yacía en el suelo en posición fetal. Alrededor de ella había una mancha oscura en el suelo que emanaba pequeñas partículas oscuras. El inspector Rickard asintió para sí mismo y se agachó junto a ella. Le desabrochó los botones de la blusa y la abrió, revelando sus pechos y el torso. En el esternón presentaba una hendidura parecida a una herida pero, a diferencia de una ordinaria, era negra como la ceniza. Posó su mano sobre ella y cerró los ojos, tratando de contactar con Daimiel.
Al cabo de un rato, de la oscuridad apareció un hombre con una melena hasta el cuello y unos ojos de un azul cristalino, reluciendo como si tuvieran luz propia. Tras acercarse a él, se agachó y colocó su mano en el mismo punto.
—¿Una nueva víctima? —preguntó el hombre de la melena.
Rickard asintió.
—Herida en el tórax, perforada por el mismo artefacto arcano que las otras dos.
—Lo que significa que es obra de nuestro amigo.
—Así es, Daimiel —contestó el inspector—. ¿Lograste sacar algo de las otras víctimas?
El aludido negó con la cabeza.
—Nada relevante, parece como si después de la transición se olvidaran de cómo murieron. Este asesino me es muy familiar, Rick.
—¿Has visto a alguien que actuara así?
—Un espíritu muy antiguo, tendría unos dos mil años de edad.
—Casi ayer mismo —dijo Rickard de forma irónica—. ¿Y qué pasó al final?
—Tras mucho esfuerzo logré atraparlo y enviarlo al Vacío.
—¿Crees que ese espíritu tiene algo que ver?
—No estoy seguro. Pero tampoco importa, tarde o temprano detendremos a este hijo de puta —Daimiel se levantó y su compañero lo imitó—. Por ahora me centraré en la mujer y miraré a ver si puede darnos una pista.
—Me parece bien —convino el inspector—. Yo investigaré a ver si hay alguna conexión entre las víctimas.
—De acuerdo —el espíritu sonrió—. Mañana contactaré contigo a la hora de siempre.
Rickard le levantó el pulgar y su compañero se difuminó entre la oscuridad.
En el mundo astral, a diferencia del físico, todo era como si estuviera hecho por luz. Los objetos tenían un resplandor dorado y eran semitransparentes. Una figura femenina, irradiada por un brillo blanquecino, estaba sentada sobre un sofá “astral”, sollozando y con las manos tapándole la cara. Daimiel se acercó a ella y se sentó a su lado, dándole unas palmaditas en la espalda.
—Tranquila, ya pasó todo —le dijo en un tono tranquilo.
La joven alzó su vista y lo miró, con sus ojos derramando lágrimas.
—¿Quién eres?
—Soy un amigo —contestó el hombre.
Sacudió su bolsillo izquierdo y de él sacó un paquete de tabaco. Lo abrió y tomó un pitillo para ponerlo entre sus labios.
—¿Quieres? —le dijo a la vez que le ofrecía uno. Ella negó con la cabeza y él se encogió de hombros. Acto seguido se sirvió de un mechero para prender el cigarro.
—¿Para qué has venido? —preguntó ella.
El hombre guardó la cajetilla en su bolsillo y luego se volvió hacia la chica.
—Antes de nada tengo que decirte una verdad que te incomodará. ¿Estás preparada?
—No estoy segura… —dijo ella mientras se agarraba el brazo.
Daimiel dio un leve suspiro y la miró con una cara de pesadumbre, pues era una noticia difícil de contar y temía que ella se la tomara a mal. Sin embargo, cuanto antes lo hiciera, antes la liberaría a ella de estar anclada en ese plano astral.
—Lamento decirte que estás muerta —dijo.
La chica dio un grito y se tapó la boca.
—¿Muerta? ¿Cómo…?
—Alguien te asesinó —contestó Daimiel—. Necesito saber quién lo hizo.
Ella todavía estaba en shock. Era normal, la mayor parte de espíritus que descubrían que estaban muertos se quedaban enmudecidos, negándose a creer que habían pasado a mejor vida… o al menos a una no tan mala.
—No… no sé…
—Necesito tu ayuda —insistió él—. Cualquier cosa que recuerdes, por más mínima que sea, me será útil.
Ella vaciló, en silencio pensativo mientras frotaba su mano en su mentón.
—No recuerdo nada…
—Una lástima pues —dijo Daimiel a la vez que se levantaba. Luego se volvió hacia la chica y señaló hacia el zenit—. ¿Ves esa luz de ahí arriba? Debes ir ahí para abandonar este lugar.
Tras esas palabras, dio un largo suspiro y se marchó por la puerta, esperando que Rickard tuviera más suerte.
Se pasó toda la noche escrutando un mapa que estaba pegado al corcho de la pared, con tres fotos pinchadas sobre diversas ubicaciones de la ciudad. Todas las víctimas tenían características similares: eran mujer rubias, nacidas el mismo día y, curiosamente, con años de nacimiento correlativos. Miró el reloj y vio que faltaban un par de minutos para la medianoche: hora de contactar con Daimiel.
Se levantó de su asiento y se dirigió al cuarto de baño, donde el espejo reflejaba su cabello oscuro y su barba poblada; ya se afeitaría después, cuando hubiera solucionado el caso. Posó su mano sobre el espejo y cerró los ojos. En el interior de su mente dijo: «Daimiel, estoy aquí, manifiéstate ante mí».
El espíritu no tardó en acudir a su llamada. Su aspecto no había cambiado ni un ápice, como bien era normal en un espectro.
—¡Aquí me tienes! —dijo Daimiel mientras alzaba sus brazos.
—¿Lograste alguna pista?
Su compañero negó con la cabeza.
—Yo he tenido más suerte —dijo Rickard—. Hay un nexo entre las víctimas.
—Interesante —dijo Daimiel—. ¿Y cuál es?
—Todas son rubias, nacidas el seis de junio, en años consecutivos empezando por el año mil novecientos noventa.
Daimiel se estremeció, como si hubiera advertido algo turbador.
—No puede ser… —musitó para sí mismo.
—¿Qué ocurre, Dai?
—Es el mismo modus operandi del asesino que atrapé hace un siglo pero… ¡Es imposible! ¡Nadie ha escapado del Vacío!
—A lo mejor alguien pretenda desconcertarte, o bien lo imite, como si fuera algún tipo de aprendiz.
—Voy a tener que descender al bajo astral y comprobarlo por mí mismo, lo cual me disgusta.
—¿Y yo qué hago?
—Estate ojo al parche. Si no volviera mañana a la misma hora, contacta con Sebastian.
—¿Sebastian? ¿De verdad quieres que lo visite?
—¡Vamos, no te quejes! Será un poco gruñón, pero tampoco es para tanto.
—¡La última vez me pidió que le fuera a comprar el pan! —protestó Rickard.
Daimiel se encogió de hombros.
—Pues la próxima vez aprovechas y te compras otro para ti —le dijo guiñándole el ojo—. En fin, te dejo tranquilo, que tengo trabajo por hacer.
Y la oscuridad se desvaneció.
El bajo astral era una dimensión muy densa, la oscuridad envolvía la zona y los objetos, a diferencia del tercer nivel, resplandecían de un color violeta oscuro. En ese lugar habitaban los seres más despreciables e inferiores del mundo espiritual, desde asesinos despiadados hasta demonios poderosos. Cuando Daimiel era joven creció en ese lugar, aprovechándose de los más débiles o de los vivos si podía.
El bar de Xelial era un lugar donde acudía la mayoría de malhechores del más allá, donde bebían, se divertían y cometían fechorías. Era el momento de mostrar su verdadero aspecto y entrar en ese antro. Se agarró los brazos y empezó a transformarse, tornando su piel de un color gris oscuro y sus ojos de un color rojo reluciente. De su espalda emergieron dos alas esqueléticas, sin plumas en ellas.
Hacía tiempo que no tomaba esa forma, pero era la única manera que se le ocurría para cazar al asesino.
Al entrar, sus “oídos” se estremecieron al escuchar la música estridente. Escrutó el bar en busca de una persona. Pese a estar a rebosar, lo vio sentado en un rincón. Tras bajar por las escaleras y sortear a los diversos consumidores, por fin se sentó ante él. Tenía un aspecto horrible, de piel descolorida, unas ojeras grandes y sin un pelo asomándose por su cabeza.
—¿Puedo sentarme? —preguntó mientras agarraba una silla por el respaldo.
El ser levantó su vista.
—¡Dichosos mis ojos! ¡Daimiel en persona! ¡Cuánto tiempo, chico!
—Demasiado tiempo, amigo mío—dijo él, sonriendo.
—¿Has decidido volver a instalarte aquí?
Daimiel negó con la cabeza.
—Estoy de paso, todavía tengo obligaciones pendientes de atender. Y hablando de ellas…
—Buscas información, ¿verdad? —preguntó el hombrecito.
Daimiel asintió.
—Busco a Gharus.
—¿Gharus? ¡Sabes perfectamente que lo enviaste al Vacío.
—Sospecho que él puede estar implicado en unos crímenes en el mundo de los vivos —dijo él— ¿Tienes algo de lo que pueda servirme?
—Puede, aunque no te costará barato: veinte huesos.
—¿Veinte huesos? ¡Serás granuja! —se quejó Daimiel mientras rebuscaba entre sus bolsillos. En cuanto los encontró, los arrojó sobre la mesa —¡Toma! ¡Que te aprovechen!
El confidente carraspeó su “garganta” y se acercó a él.
—Dicen —musitó el hombre— que se escapó y fue ayudado por… alguien.
—¿Cómo es posible? Nadie puede salir de ahí a menos que… no, no puede ser.
—Su guarida está en el puerto, allí lo encontrarás.
Súbitamente se levantó de la silla, dejándola caer al suelo, y se marchó corriendo del local, abriéndose paso a empujones.
El agua no era como la del mundo normal, sino que era viscosa y negruzca, como si estuviera pútrida. Por fortuna estaba acostumbrado a ese olor desagradable que desprendía. Se plantó en medio de la calle y, a grito pelado, dijo:
—¡Gharus, sal de tu maldito escondite! ¡Sé que estás aquí!
De las sombras apareció un ser demoníaco, con dos cuernos tan grandes como sus húmeros y con unos ojos que desprendían fuego.
—¡Daimiel! Cuanto tiempo… —dijo el ser con un tono de voz grave e imponente.
—Déjate de estupideces —le contestó Daimiel en tono desagradable—. ¿Qué haces aquí?
—Oh, es que en el Vacío hace mucho frío, ¿sabes? —dijo el demonio—. Así que decidí salir un poco donde la temperatura es más… agradable.
—¿Cómo escapaste?
—Es una larga historia….
—¡Le liberé yo! —dijo una voz que retumbó del cielo.
De repente, un ser luminoso bajó del firmamento, emanando un resplandor cegador. Llevaba un traje de un blanco impoluto y tenía un par de alas plumadas.
—¿Raguel? ¿Qué haces aquí…?
El ángel descendió hasta levitar a pocos centímetros sobre el suelo.
—Vaya, vaya, así que tú eres el famoso Daimiel… Gharus me mantuvo informado sobre ello.
—¿Por qué? ¿Por qué has sacado a Gharus del Vacío?
—Me pareció curioso que un demonio como tú al final decidiera convertirse en agente de la ley —dijo con una voz tranquila pero poderosa—. ¿Qué te hizo actuar de esa manera?
—En el pasado hice demasiadas cosas de las que me avergüenzo —contestó cabizbajo.
—¿Y crees que para redimirte debes apropiarte de mi trabajo?
—¡No me apropio, lo complemento!
—Es loable, pero fútil. Un demonio jamás puede sustituir a un enviado de Dios para aplicar la ley.
—¡Aunque así fuera, no hay ningún motivo para liberar a ese asesino!
—Obsérvate —contestó Raguel señalándolo—. Tus intenciones pueden ser buenas, pero actúas con soberbia. No pretendas llevar a cabo tareas que no te corresponden.
—¡Hago lo que puedo para hacer justicia! —protestó Daimiel entre dientes.
—¿Justicia? ¡Yo soy la Justicia! —dijo el ángel—. Y, dado que te has apropiado de ella, me veo obligado a castigarte.
—¿Castigarme? ¿Después de todo mi trabajo?
Gharus sonrió.
—No creas que aplicando tu ley serás redimido de tus pecados —dijo el arcángel.
—¡No lo pretendo! ¡Sólo quiero compensar los daños causados!
—No te preocupes… tendrás tiempo de pensar en ellos en El Vacío.
—¡NO!
El ángel alzó su vara y, tras golpearla contra el suelo, envió a Daimiel al Vacío.
Un trueno durante la noche sobresaltó a Kagadin, haciéndole caer de la cama. En cuanto recuperó el sentido maldijo y se puso de rodillas, observando con estupor que esa no era su cama en Mierdalar. Entonces recordó que se había vuelto un muchacho del retrete del repugnante brillante señor Sadeas. Un hedor asqueroso se infiltró en lo más profundo de los conductos de su nariz, casi tocando el cerebro.
«Habrá sido otro pedo de Moash —pensó mientras se pinzaba la nariz y sacudía el aire con su mano—, menudo gustazo se ha dado el cabrón».
Los cocidos de Roca solían producirle esas flatulencias, debía decirle a la próxima que no le diera su ración. Tras dar un suspiro volvió a la cama y se puso bocabajo con su cabeza apretada contra el cojín. Con un poco de suerte no notaría esa peste…
—¡Arriba mierdecillas! —gritó Gas mientras daba palmadas con las manos.
Kagadin se frotó los ojos para deshacerse de las legañas. Después de cinco minutos de yacer en la cama, se levantó y se dirigió hacia el barreño de agua del medio y se lavó la cara. Siguiente paso: descomer la cena de la noche anterior. El muchacho del retrete se fue hacia la única letrina que había en el barracón, a la vez que saludaba a sus compañeros por el camino. Una punzada de terror se le clavó cuando vio que Teft era el último de la cola de entrada. El muy tormentoso se podía tirar sus buenos tres cuartos de hora encerrado en el baño. De alguna forma u otra Kagadin debía desembarazarse de él, o de lo contario no podría cagar hasta la hora del almuerzo. Se forma tranquila, se acercó al hombre y le saludó.
—¡Teft! ¿Cómo estás?
El hombre se volvió y una sonrisa se dibujó entre su barba blanquecina.
—¡Hola muchacho! Aquí haciendo cola para ir al baño, supongo que como todos —dijo entre risitas.
Kagadin lo escrutó con determinación, buscando alguna excusa para sacarlo de ahí. Entonces advirtió de que no llevaba su gema de la suerte en la mano. Le dio unos golpecitos en el hombro y en cuanto se giró, le dijo:
—Hoy no llevas tu gema de la suerte.
—¡Estará bien! No creo que pase nada mientras esté haciendo mis necesidades.
—¿Y si la tormentosa caca no quiere salir? —preguntó Kagadin, adoptando una mueca seria.
—¡Eso no me preocupa! —replicó Teft—. Siempre acaba saliendo, aunque tenga que estar unos minutillos más.
La táctica no estaba funcionando. Era hora de pasar al plan B.
—Por cierto Teft —dijo Kagadin—, he oído a Gas decir algo sobre un chip de esmeralda que ha encontrado debajo de un colchón.
Los ojos del hombre se abrieron de par en par.
—¡¿Eso ha dicho?!
—Sí, estos oídos lo han escuchado todo —dijo Kagadin mientras se señalaba las orejas.
—¡Por el hedor de Kelek! ¿Puedes guardarme el sitio?
—¡Claro! ¡Para eso estamos! —contestó Kagadin con una sonrisa.
—¡Gracias! —y así, Teft se marchó corriendo de la cola.
No pasaron más de cinco minutos cuando pudo acceder al interior de la letrina. Hacía bastante peste, pero cosas peores había olido cuando era ayudante de proctólogo junto a su padre en Mierdalar. Se sentó, cerró los ojos y empezó a apretar. Apretó más, y más, y más… y, tras un sonoro cuesco que hizo temblar las paredes, un buen tordo descendió de sus entrañas. Tomó el papel que se había estado guardando para la ocasión y se limpió el culo.
Al abrir la puerta se encontró a Roca esperando frente a ella. Al advertir que el comecuernos no portaba ningún papel, Kagadin se lo ofreció.
—Roca, ¿quieres un poco de papel? —preguntó.
—¡Ja! ¡Yo no necesito de eso! Yo cago duro, ¿sabes? —contestó Roca, señalándose hacia sí mismo con el pulgar—. De ahí viene mi nombre. Llanero tarado…
Kagadin se encogió de hombros y siguió su camino.
Con el tiempo, los muchachos del retrete formaron en frente de las letrinas del pelotón de Sadeas. Gas estaba frente a ellas, empuñando una escobilla del váter y dando paseos de un lugar a otro.
—Bien apestosos muchachos, hoy toca otra vez limpiar los retretes. ¡Quiero que hoy los dejéis tan limpios que hasta el mismísimo brillante señor Sadeas cagaría allí!
Los demás saludaron y se pusieron manos a la obra. Kagadin se arremangó y, armado con un mocho, se puso a pasarla por el suelo. Poco después, Lopen se acercó a él, cosa que le irritó, porque el muy tormentoso le había pisado lo fregado.
—Eh, gancho. Necesito tu ayuda.
—¿Qué necesitas, Lopen? —peguntó Kagadin.
—Verás, es que uno no puede arremangarse siendo manco —contestó—. Se lo diría a uno de mis primos, pero es que hoy tienen el día libre.
Kagadin suspiró y dejó reposar la fregona en una de las esquinas de la pared. Tomó la manga del herdaziano y empezó a tirar hacia arriba.
—Lopen, ahora que lo pienso… ¿cómo te lo haces para limpiarte el culo después de cagarte?
El herdaziano soltó una risita al escuchar la pregunta.
—Yo siempre tengo recursos —dijo mientras guiñaba el ojo.
—Espero que no seas como Roca y dejes ahí todo el regalo.
—¡Que va! ¿Para qué crees que estamos los primos? —contestó—. Pues hasta para limpiarse el culo.
La cuarta campanada sonó: ya era la hora del almuerzo. ¡Y vino acompañada por un retortijón! ¿Qué demonios le había puesto Roca en el cocido del día anterior? Sea como fuere, Kagadin se fue pitando hacia la letrina. Maldijo en cuanto llegó y vio la puerta cerrada a cal y canto.
—¡Eh! ¡Abre la puerta! ¡Necesito cagar! —dijo mientras la golpeaba con los puños.
—¡Qué las tormentas se te lleven! —dijo la voz de Teft en su interior—. ¡Ahora cago yo, que esta mañana no he podido!
Desesperado, Kagadin salió al exterior en busca de algún sitio donde defecar. Por un momento pensó en hacerlo en el abismo, pero el viento era frío y se le congelaría el pompis. Escrutó el bosque cercano, donde estaban los aserraderos que fabricaban palos para las fregonas. Y escondido entre la vegetación se encontraba el caldero de Roca. Con disimulo miró hacia un lado y hacia al otro. Nadie a la vista, así que sin más demora se sentó sobre el recipiente y depositó la receta en el interior.
«Espero que esta noche nadie se dé cuenta del ingrediente especial —pensó mientras salía de un salto.»
Quinta campanada, turno de tarde.
Ya aliviado, volvió a los retretes. Esa vez le tocaba el servicio de limpieza de interiores, o lo que sería lo mismo, quitar la mierda de las letrinas. Se armó con una pala y un cubo, y se puso a limpiar.
Se estremeció en cuanto vio a un mojón volar como si fuera una anguila aérea, dando vueltas alrededor de su cabeza. En cuanto se posó sobre su antebrazo, le dio tal manotazo que lo pegó a la pared. Su nariz se arrugó en cuanto vio que su mano quedó impregnada de caca.
—¡Ay! ¡Eso hizo daño!
El hombre, desconcertado, agitó la cabeza hacia todos los lados, buscando el origen de esa voz.
—¿Quién ha hablado? —preguntó con un tono irritado.
—Soy yo —dijo el mojón, levitando como si fuera una hoja arrastrada por el viento.
Kagadin acercó su cabeza hacia él, y advirtió que tenía una forma similar al de una mujer joven.
—¿Qué eres? —preguntó.
—Me llamo Caqui, y soy una mierdaspren.
—¿Mierdaspren? —preguntó Kagadin.
—Sí, una mierdaspren. Me gusta volar por los retretes, ensuciando las paredes y también…
—¡Basta! —interrumpió el hombre—. No sigas por ahí, ya sé lo que eres. ¿Qué haces aquí?
—Te he estado siguiendo desde que te vi limpiar tan bien las letrinas —dijo ella.
—¡Pues entonces aléjate de ellas, que las ensucias!
—¡Yo no las ensucio! —objetó ella, revoloteando por todas las paredes con una sonrisa y alzando sus bracitos, impregnando las paredes—. ¡Yo las decoro!
—¡Para! —gritó Kagadin como loco—. ¡Si no lo haces, Gas me va a regañar!
De repente la puerta se abrió de golpe. Kagadin se sobresaltó al ver que se trataba del sargento. Su ojo sano escrutó el lugar, y no era difícil captar su mueca de desapruebo. El hombre gruñó y sacó a Kagadin agarrándolo por la oreja.
—¿Pero qué es esto, alteza? —preguntó Gas a viva voz—. ¡Se suponía que debías dejarlo limpio, no ensuciarlo todavía más!
Kagadin agachó la cabeza.
—Verá señor, es que como dijo que tenía que ser digno del mismísimo Sadeas pues pensé…
—¡Muy gracioso! —dijo Gas mientras ponía sus manos en jarras—. ¡Pero que muy gracioso! ¿Sabes qué? ¡Hoy te quedas sin cenar!
—Como digáis, señor —dijo Kagadin a la vez que suspiraba de alivio en sus adentros.
La noche cayó, y Kagadin observaba apoyado en un árbol como sus compañeros disfrutaban comiendo de su mierda del cocido de Roca.
—¡Eh, Roca! —preguntó Hobber—. ¿Cómo te lo haces para hacer estos guisos tan buenos?
—Es verdad —dijo Sizgil—, hoy está especialmente rica.
—¡Ja! Es una antigua receta de familia —contestó el comecuernos—. No es bueno que la conozcáis los llaneros delicados como vosotros.
—Venga Roca —dijo Teft—, comparte tu tormentosa receta secreta.
—Está bien —cedió al fin—. Es mierda de chull.
—¿Mierda de chull? —preguntó Teft—. ¿El guiso lo haces con mierda de chull?
—Sí. Creeros si os digo que es lo que hace que la sopa mejore.
—Curioso —intervino Sizgil—. En Azir tomamos infusiones a partir de caca de sabuesos-hacha.
—No está mal —dijo Moash—. Pero esta sopa sabe diferente, tiene un algo que la mejora todavía más.
Kagadin dio un paso al frente y se acercó al caldero, pese a tenerlo prohibido.
—¡Ja! ¿Qué haces aquí? —preguntó Roca—. Gas te ha prohibido cenar.
—Yo conozco el ingrediente secreto —dijo.
—¿Tú? —preguntó Roca—. ¿Una receta de comecuernos, tú?
—No forma parte de vuestra receta —dijo mientras sonreía—. El ingrediente secreto es… una cagada mía.
Moash alzó su mirada hacia el muchacho del retrete.
—¿Una cagada tuya?
Kagadin asintió.
—Este mediodía intenté ir a la letrina, pero ya que estaba ocupada por Teft pues uno tuvo que evacuar donde pudo.
Los demás se miraron los unos a los otros.
—¡Te voy a…! —gritó Moash mientras se levantaba, fregona en mano.
—¡A por él! —se unió Cikatriz en el grupo.
—Pero si os gustaba la mierda de chull, yo pensé que… —dijo Kagadin mientras daba pasos hacia atrás. En cuanto vio que la cosa iba a más, se dirigió pitando hacia los barracones—. ¡Pies para que os quiero!
Roca se puso la mano en la frente, negando por vergüenza ajena. «Para la próxima vez mejor me dedico a fabricar retretes —pensó.»
Kagadin se refugió en el edificio y bloqueó la puerta con un armario cercano.
Una mierda dura como una piedra y maloliente entró por la ventana, rompiendo el cristal en mil pedazos. La puerta golpeaba frenéticamente, haciéndole estremecer. Sin saber cómo, empezó a pronunciar unas palabras:
Cagar antes que aguantar.
Esfuerzo antes que flojear.
Letrina antes que intemperie.
Entonces Kagadin inspiró el olor profundamente y, casi sin darse cuenta, vio cómo su cuerpo resplandecía como si fuera una bombilla.
Caqui, la mierdaspren que lo seguía a todas partes, se posó en su hombro.
—Enhorabuena Kagadin —le dijo—, ahora eres un Cagalero Maloliente.
La isla de la locura
Querida Elisabeth:
Para cuando recibas esta carta ya estaré muerto. Lamento no haber podido despedirme como debería. A continuación te relataré los hechos que me hicieron caer en desgracia.
Todo empezó en agosto, cuando el Anne partió de Auckland. La expedición consistía en investigar una isla desconocida que descubrió la tripulación del Emma , o mejor dicho, lo que quedaba de él. Según los informes policiales, un marinero llamado Johansen llegó a Sídney en el pasado mes de abril. El hombre portaba consigo el inquietante fetiche de un ser alado cuya cabeza se parecía a la de un calamar.
El capitán Reginald estaba convencido de que allí realizaríamos un gran hallazgo que nos haría ricos a todos. Mi codicia era tan grande como mi insensatez, y por culpa de esa estúpida promesa firmé mi sentencia de muerte.
Las primeras semanas fueron tranquilas, salvo alguna que otra tormenta. Pese a la bravura de las aguas del Océano Pacífico, el timonel era capaz de amansarlas con un mero golpe de timón.
A partir de la tercera empezaron a suceder los infortunios. Henry, un grumete de tan sólo dieciséis años, enloqueció y asesinó al viejo George con un garfio. Entre unos cuantos logramos reducirlo y lo encerramos con llave en su camarote para nuestra seguridad. Los golpes y sus gritos incesantes nos hicieron pasar algunas noches en vela. El pobre se ahorcó al día siguiente.
Algunos comenzamos a sufrir pesadillas y a tener alucinaciones, sentíamos que nos observaban desde las sombras, oíamos susurros de ultratumba e ininteligibles provenientes de ninguna parte y tiritábamos de frío pese a estar en verano. Muchos de nosotros estábamos tan asustados que pedimos al capitán dar media vuelta. Como era de esperar, Reginald se negó en rotundo.
El día en el que llegamos a la isla nos envolvió una niebla tan espesa como un bosque frondoso. La embarcación impactó contra un arrecife y tuvimos que anclar cerca de la playa. No hubo que lamentar ningún daño personal por fortuna.
Tras unas horas andando, nos encontramos con una enorme estructura de piedra consumida por el musgo y los líquenes. Reginald gritó de excitación y aceleró el paso. En cuanto nos acercamos, un bloque de piedra se deslizó como si de una rueda de molino se tratara. En el interior de la hendidura sólo había oscuridad y tinieblas. Algunos de los marineros huyeron atemorizados, perdiéndose en la bruma. Los que quedamos nos adentramos en la apertura, sin saber que nuestra curiosidad sería nuestra perdición. Nada más entrar, un hedor a sangre y muerte se impregnó en nuestras fosas nasales. Nuestras botas chapoteaban a la vez que se adherían en una sustancia viscosa. Al encender nuestros candiles se revelaron unos jeroglíficos de piedra donde estaba tallado un orbe frente a varios astros alineados, como si fuera una procesión de diamantes. En el lado opuesto del grabado había la misma figura que el fetiche de Johansen: el ser con cabeza de sepia y cuerpo de dragón.
De la oscuridad aparecieron centenares de ojos observándonos, y entonces un rugido atronador restalló en nuestros oídos. Era una visión cuyo horror no se puede describir con palabras. La mano de esa criatura cayó como cometa del cielo, aplastando a varios compañeros con Reginald entre ellos. Solté el candil y corrí sin mirar atrás. Por el camino encontré varios cadáveres con señales de violencia. Los ignoré y seguí hasta subir en el barco. Sin vacilar emprendí el viaje de vuelta, escapando de esa isla infernal, abandonando a los rezagados a su suerte. No sabía si ellos habían logrado salvarse o bien perecieron allí, pero en ese momento lo único que me importaba era seguir con vida.
Desde entonces no ha habido noche en la que haya podido dormir en paz. Esa horripilante visión me perseguirá toda la vida, sin darme ni un momento de tregua. Ahora sólo me queda una manera de poner fin a esto. No llores por mí, pues si bien es una tragedia que todo acabe así, prefiero la muerte a caer más allá del límite de la cordura.
A Dios ruego que se apiade de mi alma.
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El caso de la mujer con un agujero en el cráneo
La fiebre del oro
Historias bajo Astrea
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Condición: El protagonista está de vacaciones en un país extranjero
Condición: Un relato acerca del primer día de trabajo después de las vacaciones y debe transcurrir todo en ese primer día
Referencias a: Perdidos(serie de TV)
La betaespera
Condición: Ecología
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Crónica de un tropiezo anunciado
Sergio Martínez tenía un récord increíble, uno del que estaba muy orgulloso. En su barrio todos le saludaban, alguno incluso le hacía la zancadilla para ponerlo a prueba. Solía ocurrir por la naturaleza de su récord, pues Sergio nunca se había tropezado. Ni una vez. Jamás, ni siquiera metafóricamente. Tampoco durante la infancia: más que un niño, los señores Martínez habían tenido un muñeco tentetieso.
Llevaba doce mil diecisiete días sin tropiezos, pero todo indicaba que el récord no pasaría de ahí. Sergio tenía siempre un gesto de superioridad, con una sonrisa tan amplia que parecía tener dientes de más, y era un secreto a voces que un sector del vecindario se había cansado de tanta prepotencia. Para ponerle punto y final, habían preparado cuerdas, una estampida de ñus y varios futbolistas famosos por sus sádicas entradas.
La mañana empezó tan temprano que para muchos aún era la noche. Sergio se levantó de la cama de un salto, eludió el campo de minas que formaban todos sus calzados desparramados y se dirigió a la salida, haciendo escalas en el lavabo, la cocina y el armario. Vivía al límite, así que bajó por las escaleras pese a tener ascensor.
Al llegar a la calle, sintió cómo se le erizaba el vello de la nuca, teniendo la extraña sensación de que un elefante tropezaba con su tumba. Algo iba mal. Demasiado silencio. Por un momento creyó que iba a ser presa de una emboscada que acabaría con su récord. Y lo cierto es que ahí estaban los vecinos que habían orquestado la que sería su gran caída, pero estaban todos inmóviles. Nadie tiró de las cuerdas, que Sergio sorteó sin problemas; nadie espoleó a los ñus para que corrieran desbocados; nadie abrió las jaulas donde los rabiosos futbolistas ansiaban tibia y peroné.
El porqué de tan tensa escena era la presencia de un ser de imposible existencia. Era menudo y peludito, mitad blanco, mitad marrón, con ojos grandes y unas orejas inmensas que tenían un aspecto similar a las alas de un murciélago. De verse en televisión, uno habría dicho que resultaba simpático y encantador, pero tenerlo delante era muy distinto. La razón y el sentido común les decían que no era posible, que debían de haberles metido drogas en el desayuno. Y aquélla fue la perdición de Sergio, porque era capaz de prever todo lo probable, pero aquel monstruito era la incógnita que fastidiaba toda la ecuación. Un paso en falso. Un pie que tocó aquel ser de fantasía. Un tambaleo con pérdida de equilibrio. Y una acera que recibió con los brazos abiertos el rostro de Sergio, poniendo fin a lo que más quería.
Ni así le prestaron atención, ni siquiera cuando maldijo a aquella cosa a todo pulmón. El suceso sólo sirvió para que los vecinos salieran del trance y reaccionaran y soltaran frases como «¿Pero qué demonios es ese bicho?», «¡Nunca había visto nada tan raro!» o «¿Alguien sabe si este bus para en el centro?». Bueno, ese último seguramente no reparó en la criatura, así que es mejor que no le prestemos atención.
Uno de ellos se percató de que aquel ser se había herido tras el choque y no dudó en recogerlo y llevárselo a casa para curarlo, desoyendo todas las advertencias. Su acto de buena fe pronto tuvo sus beneficios: descubrió fortuitamente que el monstruito se multiplicaba si se vertía agua sobre él, así que decidió comercializarlo. El negocio no duró mucho, como es lógico, pues el secreto se descubrió más pronto que tarde. Desde ahí la cosa se descontroló porque todos quisieron comprobar por sí mismos la maravillosa reacción que producía el agua. El hecho de que lloviera durante una semana no hizo más que empeorarlo y pronto hubo más de ellos que de humanos; y todos comían y defecaban, así que la situación se volvió insalubre y no hubo más remedio que evacuar la ciudad mientras se elevaba a la categoría de plaga a esos seres. El ejército no tardó en intervenir con intenciones asesinas, pero de poco sirvió cuando uno de esos encantadores invasores cayó al mar. El resto os lo podéis imaginar.
Y en medio del más adorable apocalipsis, ajeno al fuego, el humo y los gritos, Sergio se lamentaba por haberlo perdido todo, pues no podría repetir su récord de ningún modo.
Condición: Que el o la protagonista se caigan en medio de la calle al tropezar con un ser de fantasía (me vale cualquiera, desde un pitufo hasta un unicornio) y la gente se de cuenta como el protagonista en ese momento de que es real, y a ver qué ocurre a partir de ahí…
Caminante
Mm… Estoy caminando. No sé muy bien por qué lo hago, pero camino. Y es como si me acabara de despertar, aunque es evidente que no es así. Lo más raro de todo es que no me siento extraño, simplemente… Bueno, camino. Y diría que no muy bien, ¿siempre lo he hecho así? Tengo la impresión de que muevo los músculos y uso el equilibrio en modo manual. Ah, no. No es que haya medio olvidado cómo se camina, es que tengo un cuchillo de cocina atravesado en la pantorrilla de la pierna derecha. Supongo que debe de haber seccionado algún músculo, nervio, tendón…
Y sigo caminando durante un buen rato antes de caer en la cuenta de que un cuchillo ubicado así en la pierna debería hacer mucho daño, pero no me duele. En el fondo no me molesta que esté ahí; no veo por qué sacarlo, así que el cuchillo se queda donde está.
Mi mente está espesa. Como si me costara reunir conceptos y juntarlos para convertirlos en pensamientos e ideas complejas. Me cuesta centrarme en algo, salvo en caminar. Miro a mi alrededor y veo edificios bajos, con tejados rojizos; parecen los de una población costera del Mediterráneo. Un buen rato después, decido que probablemente se trate de una población costera del Mediterráneo. Se lo preguntaría a alguien, pero no se ve ni un alma. Tampoco estoy seguro de que recuerde cómo se hace para hablar: tiene pinta de ser algo más complicado que caminar.
Poco después tengo la impresión de que algo se mueve al fondo de la calle, pero cuando intento prestar atención sólo alcanzo a escuchar cómo unos pasos se alejan apresuradamente. Y justo cuando me olvido de eso, seguramente en pocos segundos, escucho un grito de alarma, luego unos sonidos ininteligibles, como si fueran en un idioma inventado, y finalmente un grito mucho peor que el anterior, desgarrador.
Cuando vuelvo a centrarme en mí, me percato de que estoy caminando y acelerando un poco el paso hacia la fuente de ese grito. No hay ningún motivo en especial por el que lo haga. No siento curiosidad ni ningún tipo de necesidad: simplemente mi cuerpo ha reaccionado así.
No tardo en girar la esquina y ver a alguien, que tiene pinta de cadáver, mordiendo con ansia el cuello de un chico que está tumbado en el suelo, totalmente quieto. La sangre rodea la escena con un charco cada vez más amplio. Ni por un segundo me siento mal, y eso que suelo ser bastante aprensivo con la sangre de los demás. Entonces un alarido de terror me saca del lento proceso de atar cabos y mi cuerpo pega un acelerón hacia el origen, que resulta ser una joven de… pues no sabría decir. Pero no es su edad lo que quiero saber, sino cómo es por dentro. Es un pensamiento extraño, ni siquiera sé por qué lo tengo, nunca he sido violento y ésa es una idea de psicópata, pero es… bueno, es lo que hay. Y apunto estoy de agarrarla y descubrir qué es lo siguiente que tengo que hacer, pero la joven reacciona y sale corriendo sin mirar atrás.
Camino tras ella. Todo lo rápido que puedo. Un paso, otro. Pero ella es más ágil. Intento pedirle que se detenga, pero sólo me sale un quejido gutural que no significa nada. Ella vuelve a decir algo incomprensible, aunque por el tono parece que está blasfemando. Entonces gira otra esquina y, tras una serie de chirridos y un golpe, sólo escucho mis pasos. Un paso. Otro paso. Otro…
No sé muy bien por qué estoy caminando, pero camino. Supongo que es lo que tengo que hacer y punto. Y así llego hasta unas murallas e identifico el olor del mar, y con él, me vienen ideas en tropel. Puede que fuera hace mucho, o sólo unas horas, pero estaba de vacaciones allí con Sara, en… en Croacia. Claro, esos muros son de Dubrovnik. Recuerdo pasear por la muralla, disfrutando de las vistas de una antigua ciudad-estado del Mediterráneo. Y me viene a la mente algo que le dije a Sara en broma, y es que esa ciudad amurallada sería perfecta para sobrevivir a un apocalipsis zombi. Y tengo la sensación de que hay otra idea intentando formarse desde el pasado, pero un estruendo me devuelve al presente.
Me giro hacia el sonido, porque no puedo evitar reaccionar a todo sonido que se salga de lo que ahora es normal, y atino a ver a dos hombres con armas de fuego. Estoy seguro de que en otras circunstancias sería capaz de identificar el modelo, pero ahora mismo sólo son armas de fuego. No me han visto, porque están atareados disparando a personas que parecen cadáveres andantes, así que para cuando escuchan mis pasos ya es tarde y agarro a uno por la espalda y le muerdo en el hombro tan fuerte que la ropa no le sirve de mucho. Al poco, los cadáveres se unen a mí, agarrando también al otro hombre. Gritan mucho y no es hasta que llevan un rato en silencio que todos perdemos el interés por ellos.
Volviendo a caminar, pienso que quizá sí soy un psicópata, porque no he sentido nada. Ni antes, ni durante, ni después de hacerlo. Es lo que tenía que hacer y ya está. Eso me hace recordar y comprendo que quizá es por eso que no le guardo rencor al que me convirtió en lo que soy ahora.
En algún momento de mis vacaciones con Sara hubo un brote infeccioso: la gente afectada se volvía taciturna, lenta, pero también enajenada y asesina. Era algo imparable y crecía de forma exponencial. Recuerdo que nos quedamos en la casa de huéspedes que llevaba una simpática mujer, la cual se fue a comprobar cómo estaba su hija y nunca volvió. Y, aunque salteadas, me vienen las imágenes de Sara diciendo que nos estábamos quedando sin comida y que había que salir a buscar; rememoro cuando estábamos de acuerdo en que fuéramos tras las murallas, donde seguro que estaríamos a salvo de toda esta locura; y también me recuerdo a mí mismo, cogiendo los cuchillos más grandes de la cocina para defendernos. Íbamos de camino cuando uno de ellos nos sorprendió. Cogió a Sara, pero no le hizo nada porque lo impedí: le agarré y acabamos los dos por el suelo, evitando que me mordiera, y entonces Sara golpeó a esa cosa con algo contundente y le rompió el cráneo con un gran estallido de sangre que nos salpicó a ambos, a mí en toda la cara. Aquel cadáver no se volvió a mover y nosotros nos apresuramos hacia las murallas. La última imagen que me viene a la mente es la de ella, ayudándome a sentarme porque me encuentro mal y me he caído al suelo. Había preocupación y miedo en su rostro.
Vuelvo a ser consciente del presente y estoy caminando. Intento retener en mi cabeza las imágenes de Sara, pero es como intentar coger el humo con las manos. Por mucho que intento centrarme, la idea se me escapa como si estuviera impregnada en aceite. El automatismo que ahora gobierna mi cuerpo me insta a caminar, a reaccionar a los sonidos y a atacar a toda persona que vea. Así que para cuando me doy cuenta me he unido a un pequeño grupo de cadáveres que está golpeando la barricada construida en un acceso secundario de la ciudad vieja amurallada.
No tardan en acudir hombres armados, que se asoman, disparan y golpean a los cadáveres, pero a mí no me dan. Ni los otros ni yo nos detenemos, y el jaleo parece llamar la atención de más, porque nuestro número aumenta y empezamos a tenerlo más fácil para trepar según se amontonan los cuerpos. Pero aunque tengo el fugaz pensamiento de escalar, no lo hago; no sé cómo se hace para usar mis manos para apoyarme y coordinar el movimiento de brazos y piernas con lo que veo.
Escucho gritos y esta vez entiendo algo. Entre la muchedumbre que se acerca hay un grupo de gente que habla en un idioma que comprendo: no quieren impedir que entremos, quieren apartarnos para poder salir ellos.
Y entonces una brecha. El empuje de la horda que se ha juntado ante la entrada es suficiente para que algunas tablas se rompan, y entonces, uno a uno, mi grupo empieza a adentrarse en lo que hasta hacía poco parecía un refugio inexpugnable. Los primeros en acceder caen a golpes, pero al final uno consigue morder a alguien, que es presa del pánico y deja que otros entren. El ruido no hace más que crecer y crecer. Gritos, golpes, alaridos… No sólo junto de la barricada, sino también en el interior de la ciudad vieja. Cuando consigo entrar y camino hacia las víctimas con agresivas intenciones, veo cómo otro grupo de cadáveres andantes está empujando a las personas hacia nosotros. No tienen ninguna salida; ninguna oportunidad.
Sigo caminando. Estoy en el interior de las murallas. Diría que he visto movimiento en algunas ventanas, pero nada claro, y no hay ningún sonido que requiera mi atención, así que sigo avanzando hasta que escucho un disparo, y entonces me encamino en esa dirección. Parece que hay otro enfrentamiento cerca.
Cuando llego, veo que hay un grupo que se defiende junto a la entrada de un gran edificio, y los cadáveres están ganando. Es irremediable: cada vez que una persona muere, es otro que se suma a nuestras filas.
Me uno a ese caos de cadáveres asesinos y humanos, los cuales se defienden como pueden antes de sucumbir. Mato a un par y continuo a por el siguiente. Y entonces la veo. Sara. Y ella me ve y hace como yo: suelta a la persona que había agarrado y fija su atención en mí. Nos reconocemos, y entonces los recuerdos vuelven inundar mi mente y el humo se solidifica y es fácil agarrarlo y mantener las ideas al alcance. Empezamos a andar uno hacia el otro, yo con mi extraño caminar por culpa del cuchillo con el que ella se defendió; ella renqueando por culpa de un tobillo roto. A nuestro alrededor hay caos, violencia, sangre y muerte, pero es algo ajeno a mí; sólo quiero llegar hasta ella.
Finalmente llegamos a estar uno frente al otro y, a tientas, como si no supiéramos cómo se usan las manos, nos tocamos. Con una infinita torpeza, nuestros dedos se entrelazan y un par de ellos putrefactos caen al suelo y no sé muy bien si son míos o suyos, pero tampoco importa.
Paso a paso, cogidos de la mano, llegamos al puerto. Vemos a muchos huir a nado por mar porque ya no queda ni un solo barco. No hacemos ademán de perseguirlos, en vez de eso nos quedamos quietos y vemos la puesta de sol y cómo el mar y el cielo van cambiando de color.
Puede que mañana volvamos a seguir nuestros nuevos instintos y nos dediquemos a matar a los cientos de supervivientes que debe de haber escondidos en las muchas callejas de la ciudad, pero ahora mismo eso no importa. Estamos juntos.
Condición:
1 El relato ha de estar ambientado en el presente y en un país que no sea España, Estados Unidos o Inglaterra. Escocia, Gales e Irlanda valen. En caso de que el concursante no resida en España (caso de Isolee, fireshot y nomada estelar, por ejemplo), su pais de residencia tampoco sería válido.
La ambientación ha de ser mínimamente relevante en el relato. No basta con decir “estaban en París”. Como mínimo, que se queden en la torre Eiffel al atardecer.
Nada evita que el protagonista sea de una de esas nacionalidades.
2 La narración ha de estar en presente, ya sea en primera o tercera persona.
Puede haber algún flashback en pasado y cosas así, pero la mayor parte del relato tiene que estar en presente. Vosotros me entendeis.