- La Salida
Sebastian estaba atento al televisor. Cada día a las cuatro de la tarde empezaba su serial favorito: “Otoño Azul”. La canción de la introducción empezó a sonar y el anciano se estremeció en cuando vio que se había olvidado del plato de pipas. Dio un resoplido desganado y se levantó del sofá. La cocina estaba a una puerta de distancia, pero con sus achaques de la edad, era como si recorriera el Camino de Santiago.
La cocina era austera y pequeña, con su fregadero, su pequeña nevera y su mobiliario. El hombre empezó a rebuscar entre los cajones. ¿A dónde había puesto las condenadas pipas? De repente el timbre sonó y su corazón dio un vuelco del susto. Se dirigió rezongando hacia la entrada. ¿Quién demonios se atrevía a molestarle en la hora del serial?
En cuanto abrió la puerta lo supo:
—Rickard —gruñó entre dientes.
—Sebastian, tenemos un problema —dijo el otro—. ¿Puedo pasar?
El anciano miró de reojo hacia atrás, profiriendo una maldición mentalmente, y luego se volvió hacia el visitante.
—¿Es urgente? —preguntó, rezando para que no lo fuera y así poder enviarlo de vuelta a la calle.
— Daimiel ha desaparecido —contestó Rickard.
Sebastian suspiró y le invitó a pasar.
«Otro capítulo perdido», pensó mientras se dirigían hacia el salón. Rickard dejó su gabán en el perchero y tomó una de las sillas, sentándose de tal forma que apoyaba sus brazos sobre el respaldo. Sebastian hizo lo propio y se sentó frente al invitado.
—¿Y eso? —le preguntó Rickard, señalando hacia el televisor.
—¿Y eso qué?
—¿No lo vas a apagar?
Sebastian negó con la cabeza.
—Es mi serial favorito, y además también le gusta a Avon.
—¿Estás seguro? —le inquirió Rickard, alzando la ceja.
—¡Pues claro que lo estoy! —replicó un Sebastian irritado—. ¿Acaso te crees que lo conoces mejor que yo?
—No pretendo contradecirte, pero se me hace raro que a un espíritu guía le guste ver estos seriales tan mundanos.
El anciano se sonrojó y, tras tomar el mando, apagó el aparato.
—¡Ale, ya está! ¿Contento?
Rickard asintió.
Sebastian cerró los ojos y empezó a inspirar y expirar lentamente, tratando de entrar en trance. Rickard permanecía expectante mientras su dedo daba golpecitos sobre el respaldo.
—¡Oh, Avon! —empezó a musitar Sebastian—. Ven a nosotros, pues de tu ayuda requerimos.
Al cabo de unos pocos minutos, el cuerpo de Sebastian empezó a sacudirse. Rickard no se asustó, pues esa era señal de que su espíritu guía había oído la llamada y estaba acudiendo a ella. Entonces, los ojos del anciano se abrieron. Su mirada y la mueca de su rostro eran diferentes respecto a la habitual. Era más calmada y menos expresiva.
Avon había llegado.
—Al fin estás —le dijo Rickard sin dejar de observarlo.
—Hola de nuevo, Rickard —dijo Avon, encarnado en el cuerpo de Sebastian—. ¿Para qué me has llamado?
—Hace tres días que no sé nada de Daimiel y estoy preocupado.
El espíritu adoptó una mueca pensativa mientras se mesaba la barba. Asintió para sí mismo y luego miró a Rickard.
—Me han llegado rumores que dicen que fue encerrado en el Vacío.
Rickard abrió la boca de asombro.
—¿En el Vacío? ¿Por qué?
—Eso lo ignoro —contestó Avon—. Sea como fuere, él está prisionero allí.
—¡Mierda! —exclamó Rickard, sacudiendo la cabeza—. ¡Tengo que sacarlo de ahí!
Avon realizó un gesto de negación.
—Nadie que haya entrado ahí ha conseguido salir jamás.
—¿Seguro? ¿No hay ninguna manera?
El espíritu permaneció pensativo durante unos minutos.
—Quizás haya una manera —dijo.
Rickard se levantó de la silla y se acercó al médium.
—¿Cuál es? ¿Qué debo hacer? —le preguntó mientras le agarraba de la solapa.
—Antes suéltame, agarrarme así es de mala educación —le recriminó el espíritu. Rickard obedeció y le dejó ir—. Gracias. El Vacío es inaccesible desde el mundo de los muertos, pero sin embargo esa dimensión permanece cercana al mundo de los mortales, es decir, vuestro mundo. Existen nexos que están más cercanos al Vacío, así que…
—¿Así que qué? —insistió el inspector.
—Así que se podría abrir una brecha entre este mundo y el Vacío, y sacarlo de ahí.
—Está bien. ¿A dónde debo ir?
—Desde aquí, el punto más cercano es la iglesia de Saint Joseph. Si vas allí y accedes a cualquier superficie reflectante, podrías invocar a Daimiel y comunicarte con él. Una vez hecho, dile que busque la luz.
Rickard asintió.
—Entendido, voy para allá —dijo mientras iba a buscar el abrigo.
—Hasta luego, Rickard. Te deseo la mejor de las suertes.
El hombre le levantó el pulgar y se dirigió hacia la calle.
La iglesia de Saint Joseph no era especialmente grande, al menos en comparación con otras de la ciudad. Estaba localizada en el casco antiguo, oculta entre las estrechas calles que serpenteaban como un laberinto de antigüedad. A juzgar por la ausencia de retablos y pinturas, esa iglesia era de corte protestante. Si quería buscar una superficie reflectante, tendría que indagar detenidamente. No había espejos, y los ventanales que dejaban pasar la luz del sol estaban a una altura inalcanzable.
A medida que iba paseándose por el lugar, el sonido de sus zapatos retumbaba como los andares de un caballo. Disimuladamente, pasó por encima del cordón y subió al altar, un lugar que no era accesible al público. Levantó levemente el mantel que cubría la mesa con la esperanza que fuera reflectante, pero apenas podía ver su figura en ella.
De repente, una voz le interrumpió.
—Perdone, pero no se puede estar ahí —le dijo el sacerdote.
Rickard se disculpó y salió del altar. Una vez junto a él, le enseñó la placa.
—Buenas tardes, padre. Soy el inspector Rickard, policía de Los Inocentes. Necesitaría ayuda para un caso que estoy investigando.
El anciano asintió.
—Estoy aquí para lo que necesite, inspector.
—Verá, sé que esta puede ser una petición un tanto extraña, pero me gustaría saber si usted conoce algún lugar donde haya alguna superficie reflectante.
El rostro del clérigo dibujó una mueca de confusión.
—¿Una superficie reflectante?
—Sí —contestó Rickard—. Algún espejo, ventana o algo que pueda tener al alcance.
El sacerdote se fregó la barbilla mientras pensaba. Al cabo de unos segundos, chasqueó los dedos.
—Podría haber alguna… ¿Una pila baptismal sería suficiente?
¡Claro! Como no había caído en ello. Rickard asintió y el hombre le guio hacia la pila, que estaba en una esquina cubierta por una sombra. Rickard se lo agradeció y esperó a que se alejara, entonces introdujo una mano en el agua y miró al reflejo.
«Si supiera que mi intención es invocar a un demonio, seguramente me habría echado a patadas», pensó.
Entonces lo llamó con la mente.
El Vacío era un lugar oscuro, y frío. Muy frío. Daimiel vagaba entre la negrura, sin tener un rumbo definido. El silencio reinaba el lugar, como si estuviera desierto. La nada lo envolvía, y eso haría enloquecer a cualquier ser mortal. Pero a él no. No todavía. Eso era insignificante en comparación con el dolor que había causado en sus tiempos de maldad.
«¡Dai!», dijo una voz familiar. Tenía dudas si era fruto de su mente, la cual estaba enloqueciendo, o bien una alucinación.
«¡Dai! ¿Me oyes?», insistía esa voz. «¡Soy Rickard!».
Eso le llamó la atención. Alzó su cabeza, como si su interlocutor estuviera arriba.
—¡Estoy aquí! —contestó con un sonoro grito. Su voz retumbó durante unos segundos.
Esperó unos segundos para ver si recibía respuesta.
«¡Dai!», dijo Rickard. Daimiel sonrió, esperanzado por haberse puesto en contacto con él. «¿Me oyes?», eso le sentó como un jarrón de agua fría. Por algún motivo, podía escuchar pero no comunicarse.
«Si me estás escuchando, he hablado con Avon. Sé que estás encerrado en el Vacío y él me ha dicho que busques la luz para salir de ahí».
Bien, eso le serviría. Si quería salir, debía buscar la luz, pero ¿dónde estaba?
Quizás debiera seguir la dirección de la voz. Estudiando bien el origen, estaba en dirección a su derecha. Daimiel empezó a correr como si el tiempo apremiara. Si podía oír a Rickard, eso quería decir que el Vacío tenía alguna conexión con el mundo de los vivos, y si ese era el caso… significaba que tenía una posibilidad de escapar. Seguía en total oscuridad, pero no se detenía. No después de haber oído la llamada de su amigo.
De repente vio un destello a lo lejos, era ínfimo, pero era algo. Algo que no había visto en días.
Rickard advirtió que el agua se agitaba de una manera antinatural, como si fuera sacudida por un terremoto. En ese momento se convenció de que algo pasaba al otro lado, con la esperanza de que Daimiel hubiera oído su llamada. Entonces sintió como alguien le agarraba la mano. La estrechó y empezó a tirar hacia él. Tras unos esfuerzos, Daimiel salió de allí como un delfín saliendo del agua.
El inspector se estremeció al ver el aspecto terrorífico de su compañero: sus alas en huesos, su piel oscura, sus ojos rojos… Por un momento pensó que se trataba de un demonio de los malos, pero luego se tranquilizó al ver que Daimiel le hacía un gesto de calma con la mano.
—Soy yo —dijo el demonio entre jadeos—. No te asustes.
—Estás hecho una mierda —contestó Rickard—. ¿Cómo has acabado ahí?
Daimiel lo miró con su mirada bañada en un resplandor carmesí.
—Fue Raguel —dijo—. Él fue quién me encerró.
—¿Raguel? ¿El Ángel de la justicia?
Daimiel asintió.
—¿Cómo puede un arcángel estar involucrado en esto? —preguntó Rickard.
—No lo sé, pero si realmente está metido en algún asunto turbio, debemos detenerlo.
Rickard le dio la mano y le ayudó a levantarse.
—Estoy de acuerdo. Quizás Avon pueda darnos alguna pista más.
De repente se oyó un grito. Rickard se giró y vio al sacerdote realizando la señal de la cruz con sus dedos. Ambos salieron corriendo a la calle.
—¡Maldita sea! ¿No puedes transformarte en alguien más guapo? —le preguntó Rickard.
Daimiel negó con la cabeza.
—Eso me tomará tiempo —contestó—. Limitémonos a ir al apartamento de Sebastian y luego ya me preocuparé de eso.
Rickard asintió y, tras embarcar en el coche, tomaron rumbo hacia allí.