Tras el cierre improvisado de la empresa y el despido fulminante de 250 empleados (la ley de protección de los trabajadores en el estado de California estipula que se debe notificar de un despido con al menos 60 días de antelación) sin finiquito y sin cobertura en el seguro médico más allá de una semana, esta madrugada la cuenta de Twitter de Telltale Games publicaba un breve comunicado en el que celebraban el hecho de que algunos socios potenciales se habían puesto en contacto para terminar los dos episodios de The Walking Dead que faltan para cerrar la última temporada. Se trata de una saga episódica con seis años de antigüedad en la que ha trabajado mucha gente que ahora está pasando por momentos excepcionalmente difíciles y en una situación del todo injusta; son víctimas de una planificación irresponsable y de una falta de seriedad insólita, además en una compañía a la que ya se le ha afeado en multitud de ocasiones la falta de respeto y consideración con sus trabajadores, que han levantado productos de éxito en condiciones precarias. Y sin embargo tanto los gestores de la compañía como algunos de los consumidores de sus juegos que animaban en las respuestas del tuit a aprovechar esta última oportunidad parecen estar ignorando de forma deliberada la gravedad de la situación y la dimensión del problema.
Cuando Telltale sugiere buscar formas de terminar la temporada y los fans aplauden se está ignorando ese elefante en la habitación —250 elefantes, para ser más precisos— y, quizá aún más significativo, se está separando a los autores de su propia obra. Y no en un sentido figurado, como en el debate sobre las influencia de ideas políticas o los antecedentes personales del creador a la hora de analizar su producto, sino en un sentido literal: se está asumiendo indirectamente que los dos episodios nonatos de The Walking Dead podría «hacerlos la compañía» sin contar con las personas de carne y hueso que forman esa compañía, una pirueta casi metafísica.
La invisibilización del trabajador en el caso de la industria del videojuego viene de muy lejos: en octubre de 1979 cuatro programadores de Atari se unieron para fundar la primera desarrolladora third-party de la historia, Activision, y uno de los motivos que les empujaron a emprender esta aventura era, tal como ellos mismos explican, el hecho de que no les estaba permitido obtener crédito por la autoría de los juegos. Los títulos publicados por Atari los había hecho Atari y punto; ningún nombre propio rompería esa uniformidad corporativa. En los noventa esta tendencia derivó en una rivalidad entre marcas que convertía a los clientes en hinchas de equipos de fútbol en plena batalla por la supremacía en la industria, por ocupar una suerte de podio que cada generación de consolas hacía borrón y cuenta nueva. Es una dinámica que hizo de los videojuegos una actividad algo marginal durante décadas: se creó esa noción de casita en el árbol en la que muchos niños, algunos de ellos repudiados y parias, encontraban un refugio, un hobby de evasión, un bucle que recompensaba la práctica y la habilidad con un mayor estatus social ficticio en una jerarquía gamer artificial y que ofrecía el arropo de una industria emergente cuyo lenguaje publicitario coqueteaba con una nueva fórmula de identitarismo. El sentimiento de pertenencia jugaba un papel importante de los videojuegos, uno era seguero o nintendero o sonyer o pecero, y tanto los departamentos de marketing como, por extensión, la prensa se encargaron de contribuir a este tira y afloja. La competición a tumba abierta entre las compañías generaba el valor más preciado y primario, eso que en jerga publicitaria suele llamarse el «engagement» y que parte de un principio absoluto e infalible que aún hoy impulsa al medio: la pasión.
No es nada nuevo que los consumidores desarrollen vínculos sentimentales con productos culturales y sus autores; el cine, la pintura o la literatura están plagados de ejemplos mucho más antiguos. La diferencia en videojuegos es que se trata de una actividad cultural que nació como negocio antes que como forma de expresión, así que la misma genética del medio parece girar en torno al concepto de empresa, tal como lo quiso Atari en los setenta, tal como hemos estado promoviendo desde la prensa durante décadas y tal como han diseñado los empresarios su marco comercial: la marca por encima de todas las cosas.
Aún hoy seguimos hablando de juegos de EA, Ubisoft, Capcom o Konami, y da la impresión de que hablar de autores —de Kojima, de Barlog, de Kamiya, de Molyneux— es algo que solo se hace en casos muy escasos y muy particulares. El contraste con el cine, por ejemplo, es muy curioso: a menudo un espectador sabe decir rápidamente si una película es de Spielberg, de Fincher o de Bigelow, pero cuesta más trabajo recordar cuál es el estudio de cine que hay detrás de la producción. Justo al contrario que en videojuegos.
Lo que estamos viendo con Telltale y The Walking Dead es consecuencia directa de esa manera de entender la industria desde tres ejes —el jugador, el juego y el creador— donde el último elemento se ha diluido en una imagen homogénea y manejable, con su logotipo su dos o tres «key people» y su talante más o menos diferenciado, fagocitando personalismos y autorías de manera que la comunicación acaba produciéndose solamente entre el cliente y el gestor de esa marca. La pirueta metafísica que mencionaba antes, el absurdo de ignorar al artista y al artesano, es en este caso un salto acrobático desde el punto A (jugador) hasta el punto C (empresa), pasando por encima del punto B (trabajador). Así se explica que Telltale apele a los fans de Clementine, que algunos fans celebren este esfuerzo por terminar la historia (en lugar de pedirles que paguen su correspondiente compensación a quienes realmente trabajaron en el juego) y sobre todo que, horas después de anunciarse el cierre, los tablones de mensajes de la comunidad se llenen de gente preocupándose por el destino de Clementine, especulando con que «la compañía lo terminará» (insisto: ¿qué compañía?) o, quizá lo más flagrante, exigiendo a los exempleados de la desarrolladora que terminen el juego por su cuenta y sin cobrar «como llevan años haciendo los modders». Que haya tenido que salir gente afectada por los despidos como Emily Grace Buck, diseñadora narrativa en Telltale, a solicitar a los fans que dejen de hacer preguntas sobre el futuro de los juegos a gente que acaba de quedarse sin trabajo da una idea del nivel de humanidad que reina en esta industria de empatía atrofiada.
El canal de comunicación entre consumidores y gestores quedó fuertemente retratado hace unos meses con el caso de ArenaNet despidiendo a Jessica Price y Peter Fries por entrar en discusiones subidas de tono con miembros de la comunidad: muchos jugadores decidieron cambiar de interlocutor y contactaron directamente con los jefes de Price, en este caso el CEO del estudio, Mike O’Brien, que despidió sin advertencias previas a sus dos empleados atendiendo de forma muy expeditiva las peticiones de algunos de sus clientes. Hace dos meses Brendan Keogh publicaba en Overland un artículo que partía del caso ArenaNet para explicar esta relación tan particular, esta alianza tácita entre ciertos consumidores y los jefes de las compañías a expensas de los trabajadores, y la forma en que ambos extremos juegan alegremente a pasarse la pelota con los destinos de cientos de personas: «los trabajadores viven atrapados entre una clase gestora que desde un lado los ve como algo prescindible y una clase consumidora que desde el otro lado los ve como esclavos», sentencia. La servidumbre del empleado desarrollador es doble: se debe a su jefe y su cliente.
Numerosas compañías han promovido en los últimos años el uso de redes sociales por parte de sus empleados para para aprovecharse del capital creativo que llevan consigo, tal como explicaba Víctor hace unos días aquí mismo, en su texto sobre en blockchain en videojuegos, para «poner en valor del desarrollador que crea los juegos que consumes», y quizá también para sacar beneficio de cierto culto a la personalidad que suele generar, de nuevo, un mayor y más sostenido «engagement» y un impagable beneficio publicitario. Pero lo que parecía un vuelco en el paradigma de la autoría en videojuegos que buscaba dignificar la figura del creador ha terminado siendo el arma de filo con la que las propias compañías han mutilado profesional y psicológicamente a sus empleados. Incluso los aparentes progresos en la consideración pública, corporativa y comercial del desarrollador asalariado han acabado sirviendo para demostrar por enésima vez que hay demasiados jefes a los que no les importan lo más mínimo sus empleados.
El producto, no obstante, es el centro de todo el negocio, el retoño al que hay que mimar y presentar apropiadamente, y el generador de esas pasiones que le hacen a uno seguir consumiendo juegos o hablando de ellos y propagando sus bondades. En algún momento a lo largo de este recorrido nos hemos dejado embelesar por las satisfacciones que hemos perdido un poco la perspectiva: hemos repetido tantas veces que los juegos son lo importante que hemos olvidado, como sociedad o parte de ella, que hay otras cosas aún más importantes. Hace poco vimos a gente alegrándose del cierre de Capcom Vancouver porque los últimos Dead Rising no les habían gustado: hay quien lo vio como un castigo merecido, como una victoria del Bien; o quien se limita al análisis puramente empresarial y de la industria y los lanzamientos, esquivando cualquier discusión relacionada con aspectos más terrenales como cuestionar si no había otra opción o si los empleados son víctimas de una planificación frívola e irresponsable. Y el mantra sigue: «¿qué pasa con mis juegos?»
En una industria que ha crecido exponencialmente, con presupuestos cada vez mayores, nuevas y más provechosas formas de monetización y canales de ingresos expansivos, da la impresión de que las condiciones laborales de los trabajadores están igual que siempre o incluso peor. Las estadísticas hablan de un gran número de empleados que, pasados los treinta años, acaban por dejar el desarrollo de videojuegos y llevándose su experiencia a otros sectores donde el crunch es algo excepcional en vez de la norma y las plantillas no se dilatan y se contraen de forma tan salvaje según se inician o se concluyen los proyectos. Hay más recursos que nunca pero no están sirviendo para mejorar las condiciones ni para dar más estabilidad; el dinero no está yendo en la dirección que se supone que debería ir. Esta descompensación alargada en el tiempo combinada con la insistencia de las compañías en impedir la asociación y la acción sindical lleva a pensar que entre todos, consumidores y prensa, hemos contribuido a prolongar una injusticia sostenida por las cúpulas más altas desde los mismos inicios de la historia del videojuego. Si queremos seguir disfrutando del medio con la conciencia tranquila y la certeza de que los creadores reciben un trato justo, algo tiene que cambiar. Se lo debemos.